Los pasos de los policías resonaban como martillazos en los oídos de Ellyn.
La realidad parecía diluirse frente a sus ojos, como si no pudiera aceptar lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué…? —balbuceó, con el rostro descompuesto, mirando a su empleada—. ¿Qué estás diciendo? ¡Eso no es verdad! ¡Yo no la toqué!
La mujer sostuvo su mirada con frialdad, sin titubear.
—La vi con mis propios ojos —afirmó, como si hubiese ensayado cada palabra—. Usted empujó a la señorita Samantha. La lanzó por la barandilla.
Ellyn sintió que le arrancaban el alma con un cuchillo.
—¡Estás mintiendo! —gritó, con la voz quebrada y los ojos empañados de lágrimas—. ¡No fue así! ¡Fue ella quien se subió! ¡Ella lo hizo sola!
Pero ya nadie escuchaba. Los policías avanzaron con determinación.
—Señora Ellyn Durance, debe acompañarnos a declarar. Está siendo acusada de intento de homicidio.
—¿Intento de qué? —susurró, retrocediendo un paso, como si le hubieran dado una bofetada—. ¡No! ¡Ustedes no entienden! ¡Ella me amenazó