El aire era denso en la sala de espera del hospital. Isabella se encontraba sentada en una de esas sillas plásticas que ya conocía demasiado bien. Las paredes estaban decoradas con pinturas infantiles que ahora parecían burlarse de su angustia. Cada vez que miraba la hora, se le encogía el corazón; el tiempo se había detenido, pero su mente seguía dando vueltas.
—¿Isa, estás bien? — preguntó Gaby, su mejor amiga, al acercarse con una mirada preocupada. La voz de Sarah era un bálsamo en medio de su tormento.
—No.… no estoy bien — respondió ella, su voz casi un susurro. —¿Cómo podría estarlo? No sé nada de Eva.
—Los médicos están haciendo todo lo posible— intentó consolarla Gaby, aunque sabía que las palabras eran un alivio poco efectivo.
De pronto, el rostro de un médico apareció por la puerta, y todos en la sala se quedaron en silencio, esperando noticias. Isabella sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—Señorita Isabella —llamó el médico con una voz firme. —¿Podemos hablar en priv