Isabella corrió hacia el hospital, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza en su pecho. Cada segundo que pasaba lejos de su hija era una eternidad insostenible. Al llegar a la unidad de cuidados intensivos pediátricos, se detuvo frente al cristal grueso que la separaba físicamente de Eva, Isa no tenía acceso, pues este era un medio de proteger a la pequeña paciente, se encontraba totalmente entubada, y gravemente hospitalizada. La visión de su pequeña, conectada a un sinfín de máquinas, hizo que la respiración se le cortara.
Eva, su niña de tan solo tres años, había cambiado en un año de forma inimaginable. Su cabello corto, al estilo de un chico, enmarcaba un rostro que había perdido su sonrojo y su redondez infantil. En su cuerpo delgado se podían ver viejas cicatrices que habían sanado y nuevas que apenas comenzaban a aparecer, marcas de un sufrimiento que no estaba dispuesta a aceptar. Isabela apretó las manos en puños y sintió cómo la impotencia llenaba su ser.
Mientras estaba