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4 | Cenizas y promesas oscuras

El olor a madera quemada se filtraba incluso a través de las ventanas selladas de la camioneta. Katie tenía el rostro pegado al cristal, sus ojos buscando desesperadamente una señal de vida entre las sombras de los viñedos que habían sido el legado de su familia por generaciones. El resplandor naranja en el horizonte era el epitafio de su pasado.

—Mis padres... Leonard, si les pasa algo, juro que... —la voz de Katie se quebró, pero sus uñas se clavaron en el cuero del asiento.

—Cállate y respira —la voz de Leonard Sinclair no tenía rastro de compasión, pero su mano se cerró sobre el muslo de Katie, un gesto de anclaje que ella no rechazó—. Malcom ya confirmó que fueron evacuados a la casa de huéspedes antes de que las llamas rodearan la bodega principal. Están vivos, Katie. Pero están en deuda conmigo por segunda vez en un día.

El vehículo se detuvo bruscamente frente a la entrada de la propiedad. Leonard no esperó a que el chofer lo asistiera. Con una agilidad que desafiaba su condición, se trasladó a su silla mientras Malcom abría la puerta. Katie bajó corriendo, pero se detuvo en seco. El granero donde jugaba de niña era ahora un esqueleto de carbón.

—Fue James Ford susurró Katie, sintiendo que el odio le quemaba la garganta más que el humo—. Lo vi en sus ojos en la gala. Él quería esto.

Leonard impulsó su silla hasta quedar a su lado. La luz de las brasas agonizantes iluminaba su perfil, endureciendo sus rasgos hasta parecer una estatua de guerra.

—Por supuesto que fue él —dijo Leonard, su voz plana y letal—. Ford no ataca a las personas; ataca lo que las personas aman. Pensó que quemando tus viñedos me enviaría un mensaje de que mi "inversión" no vale nada.

Leonard miró a Malcom, quien esperaba órdenes a unos metros.

—Malcom, quiero que cada bodega, cada camión y cada contrato de James Ford sea auditado mañana a primera hora. Si encuentra una sola grieta legal, quiero que la ensanche hasta que su imperio se desmorone. Y llama a la constructora. Quiero que este lugar sea reconstruido antes de que termine la temporada.

Katie se giró hacia él, con los ojos empañados.

—¿Por qué harías eso? Has recuperado tu dinero con los seguros. No tienes por qué reconstruir nada.

Leonard la miró fijamente. En la oscuridad, sus ojos oscuros brillaban con una posesividad feroz.

—Nadie quema lo que me pertenece y se sale con la suya, Katie. Estos viñedos ahora son propiedad de los Sinclair. Si alguien les prende fuego, me está prendiendo fuego a mí. Y yo no ardo en silencio.

Él le hizo una señal para que se acercara. Cuando Katie estuvo a su alcance, Leonard la tomó de la cintura y la atrajo hacia la silla. Por primera vez, no hubo cámaras, ni socios, ni padres que observar. Solo estaban ellos dos bajo un cielo teñido de hollín.

—Escúchame bien —gruñó Leonard, su aliento cálido rozando su mejilla—. Ford cree que eres mi punto débil porque eres una Moore. Cree que me dolerá perder lo que compraste con tanto esfuerzo. Mañana iremos a su oficina y le demostraremos que se equivoca. Vas a sonreír, vas a lucir esos diamantes y vas a actuar como si este incendio fuera el mejor espectáculo de tu vida.

—¿Quieres que sea tan cruel como tú?

—Quiero que seas una Sinclair —él subió su mano hasta su nuca, obligándola a sostenerle la mirada—. El mundo nos quiere ver rotos, Katie. A mí en esta silla y a ti como una esposa comprada. Pero mañana, les daremos exactamente lo contrario. Les daremos un frente que los aterre.

Katie sintió un nudo en el estómago que no era solo de miedo. Había algo en la furia protectora de Leonard que la atraía, una fuerza gravitacional que la empujaba hacia el hombre que juró odiar. Sin pensarlo, ella puso sus manos sobre los hombros de Leonard.

—Si me pides que sea tu arma, Leonard, asegúrate de no cortarte conmigo.

Leonard soltó una risa ronca, una que Katie no había escuchado antes. Sus dedos se enterraron en la piel de su espalda.

—Me gustan las armas afiladas, esposa mía.

El regreso a la mansión fue diferente. No hubo insultos ni órdenes de silencio. Leonard pasó el trayecto revisando informes en su tableta, pero no soltó la mano de Katie en ningún momento. Sus dedos entrelazados eran el único contrato que importaba ahora.

Al llegar a la suite, el cansancio y el shock finalmente alcanzaron a Katie. Se sentó en el borde de la cama, ocultando su rostro entre las manos. El olor a humo parecía estar impregnado en sus poros.

—Ve a bañarte —dijo Leonard desde el otro lado de la habitación—. No soporto el olor a derrota.

Katie se levantó, pero sus piernas flaquearon. El estrés del día la había dejado vacía. Antes de que pudiera caer, Leonard estaba allí, bloqueando su paso con la silla.

—¿Eres tan débil que un poco de fuego te dobla? —preguntó él, aunque su tono había perdido el veneno—. Dame la mano.

Él la guio hasta el baño. Katie entró en la ducha, dejando que el agua caliente lavara la ceniza de su piel. Cuando salió, envuelta en una bata de seda, encontró a Leonard esperándola junto al ventanal. Tenía una copa de whisky en la mano y la mirada perdida en la oscuridad del jardín.

—Mañana a las ocho —dijo él sin mirarla—. Vane tiene una reunión con sus inversores. Entraremos allí y le quitaremos lo único que le importa más que su vida: su reputación.

Katie se acercó a él. El vapor del baño todavía rodeaba su cuerpo.

—¿Por qué me proteges, Leonard? No me digas que es por el contrato. Podrías haberme dejado allí y cobrar el seguro.

Leonard dejó el vaso en una mesa lateral. Se giró hacia ella y, por un instante, la máscara de "El Diablo Sinclair" cayó por completo. Katie vio el dolor físico en su rostro, el cansancio de un hombre que lucha contra su propio cuerpo cada segundo del día.

—Porque eres la única cosa en mi vida que no se rompió cuando la toqué —confesó él, su voz apenas un susurro—. Todo lo demás, mi carrera, mis piernas, mi familia... todo se hizo pedazos. Pero tú... tú me respondes. Me desafías.

Leonard estiró la mano y recorrió el contorno de su mandíbula. Katie no se apartó.

—No te protejo porque seas mía, Katie. Te protejo porque eres la única que no me mira como si fuera un hombre a medias.

En ese momento, el silencio de la habitación se volvió vibrante. Katie se inclinó hacia él, acortando la distancia. No fue un beso de amor, fue un beso de alianza, de dos náufragos que deciden pelear juntos contra la tormenta. Los labios de Leonard eran exigentes, hambrientos, buscando una validación que solo Katie parecía capaz de darle.

Cuando se separaron, Leonard tenía la respiración agitada. Sus ojos brillaban con una promesa oscura.

—Mañana, Katie Sinclair, el mundo recordará por qué nadie debe meterse con nosotros. Ahora duerme. Necesito que tu fuego esté intacto para lo que viene.

Katie se acostó, sintiendo que la cama ya no era una prisión, sino un campo de batalla compartido. Leonard se quedó en la oscuridad, vigilando su sueño, planeando la caída de aquellos que se atrevieron a tocar lo que él consideraba sagrado.

La guerra de los Sinclair no había terminado; acababa de volverse personal.

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