Mundo ficciónIniciar sesiónEl vestido era de un rojo escarlata que gritaba peligro, el color exacto que Leonard Sinclair le había ordenado usar. Mientras Katie se miraba en el espejo de la suite, los diamantes en su cuello se sentían como una cadena de lujo. Leonard no quería una esposa; quería un estandarte de su victoria sobre los Moore.
—Espero que el color no sea una advertencia de tu temperamento —la voz de Leonard retumbó desde la puerta. Estaba impecable en un esmoquin a medida, con su cabello oscuro peinado hacia atrás, dándole un aire de villano aristocrático. Leonard impulsó su silla hacia ella, deteniéndose justo detrás. Por el reflejo, Katie vio cómo sus ojos recorrían la curva de su espalda descubierta con una intensidad que la hizo estremecer. —Es el color de la guerra, Leonard. Pensé que te gustaría —respondió ella, dándose la vuelta. Él no se inmutó. Alargó una mano y rozó la piel de su hombro. El contacto fue breve, pero eléctrico. —En esta gala, todos buscarán una debilidad en nosotros. Si alguien te pregunta por el contrato o por tu padre, sonríe y dime "querido". Si cometes un error, Katie, el precio lo pagarán los viñedos antes del amanecer. —¿Incluso frente a las cámaras vas a amenazarme? —Especialmente frente a las cámaras —él le entregó un pequeño clutch de seda—. Vámonos. No me gusta que mis adquisiciones lleguen tarde. La gala era un mar de luces y joyas en el salón principal del Hotel Grand Imperial. Al entrar, el murmullo de la élite de la ciudad cesó de golpe. Leonard Sinclair, el gigante caído, estaba allí con su trofeo de veinte millones de dólares. Katie sintió las miradas de envidia y lástima perforando su piel, pero caminó con la cabeza en alto, su mano descansando en el hombro de Leonard como él se lo había ordenado. —¡Leonard! Qué sorpresa verte fuera de tu oficina —un hombre de mediana edad, James Ford, el rival más directo de los Sinclair, se acercó con una sonrisa depredadora—. Y veo que has traído a la joya de la corona de los Moore. —Katie es una Sinclair ahora, Julian —la voz de Leonard era un trueno bajo—. Y como todo lo que tiene mi nombre, es intocable. Julian miró a Katie con una desfachatez que hizo que Leonard apretara los puños sobre los reposabrazos de su silla. —Una lástima que una mujer tan vibrante esté... limitada —dijo James, bajando la vista a la silla de Leonard con un desprecio mal ocultado—. Katie, si alguna vez te cansas de la monotonía de la mansión Sinclair, mi puerta siempre está abierta para alguien de tu clase. Katie sintió la tensión de Leonard explotar silenciosamente. Antes de que ella pudiera responder, Leonard tomó la mano de Katie y la atrajo hacia él con una fuerza que la obligó a inclinarse. —Mi esposa no busca puertas abiertas, James. Ella ya tiene todo lo que necesita —Leonard miró a Katie con una posesividad feroz—. ¿Verdad, mi vida? —Por supuesto, querido —dijo ella, cumpliendo el guion, aunque por dentro quería gritar. Julian se alejó soltando una risita, pero el daño estaba hecho. Leonard no soltó la mano de Katie. Sus dedos estaban tensos, y su mandíbula se movía mientras procesaba el insulto. —Me estás lastimando —susurró ella. —Él te estaba desnudando con la mirada —gruñó Leonard, su voz cargada de un sentimiento que Katie no supo identificar si era orgullo herido o celos puros—. Si vuelves a permitir que un hombre te hable así, te aseguro que la próxima vez no será solo una advertencia. —¿Ahora vas a culparme por cómo me miran los demás? Tú me obligaste a usar este vestido. —Te obligué a ser hermosa, no a ser una invitación abierta. Leonard la arrastró —literalmente— hacia una zona más privada cerca de los ventanales. El aire allí era más fresco, pero la tensión entre ellos era asfixiante. —¿Por qué te importa tanto? —preguntó Katie, desafiándolo con la mirada—. Si solo soy un activo, ¿qué más da si otros hombres miran lo que has comprado? Leonard guardó silencio. Sus ojos recorrieron el rostro de Katie, deteniéndose en sus labios rojos. Por un momento, la máscara de frialdad se agrietó y Katie vio al hombre que sufría, al hombre que se sentía menos que los demás por su condición y que usaba la crueldad como escudo. —Porque eres mía —dijo él, su voz apenas un susurro roto—. Y nadie más tiene derecho a desear lo que yo poseo. En un movimiento impulsivo, Leonard la tomó por la nuca y la obligó a bajar más su rostro hacia el suyo. Katie pensó que la besaría para marcar territorio frente a todos, pero él solo sostuvo su mirada con una desesperación contenida. —No te atrevas a hacerme quedar en ridículo, Katie Moore. No hoy. —Mi nombre es Sinclair, ¿recuerdas? —respondió ella, sintiendo el calor de su aliento—. Tú mismo lo grabaste en el contrato. El momento fue interrumpido por el inicio de la subasta benéfica. Leonard se separó bruscamente, recuperando su postura de hierro. Durante el resto de la noche, se comportó como el depredador financiero que era, comprando cuadros y joyas solo para demostrar que su cuenta bancaria seguía siendo la más poderosa de la sala. Al final de la noche, mientras esperaban la camioneta en la entrada privada, una figura surgió de las sombras. Era Malcom, el jefe de seguridad de Leonard, con una expresión preocupada. —Señor, hubo un problema en los viñedos —dijo Malcom en voz baja—. Un incendio. Katie sintió que el mundo se desvanecía. Sus padres estaban allí. Sus recuerdos estaban allí. —¿Qué? —gritó ella, intentando correr hacia Malcom, pero Leonard la detuvo tomándola del brazo. —¿Quién fue? —preguntó Leonard, su voz volviéndose puro hielo. —Todo indica que fue provocado, señor. Un mensaje para usted. Leonard miró a Katie, quien estaba al borde del colapso. En lugar de mostrar indiferencia, Leonard apretó su mano con una firmeza que, por primera vez, no se sintió como una orden, sino como un ancla. —Sube al auto —le ordenó Leonard—. Malcom, llama al equipo de emergencia. Si alguien cree que puede quemar lo que es mío y salir ileso, va a aprender por qué el apellido Sinclair es sinónimo de destrucción. Katie entró en la camioneta, temblando. Mientras el vehículo se alejaba de la gala, miró a Leonard. Él ya estaba al teléfono, dando órdenes de ataque, sus ojos brillando con una furia fría. En ese instante, Katie comprendió la aterradora verdad: Leonard Sinclair no la protegería por amor, sino porque ella era su posesión más valiosa. Y el diablo de Rosewood estaba a punto de incendiar el mundo entero para demostrarlo.






