Mundo ficciónIniciar sesiónLa oficina de James Ford en el piso cuarenta del centro financiero olía a arrogancia y a café caro. Katie caminaba al lado de Leonard, sintiendo que el roce de su mano sobre el reposabrazos de la silla de ruedas era la única ancla que le impedía temblar. No llevaba el vestido rojo de la noche anterior; esta vez vestía un traje sastre blanco, inmaculado, como si no hubiera pasado la madrugada llorando entre las cenizas de su hogar.
—Señor Sinclair, no tiene una cita —balbuceó la secretaria de Ford, bloqueando el paso. —No necesito una cita para reclamar lo que es mío —la voz de Leonard Sinclair no se elevó, pero el frío en sus palabras hizo que la mujer retrocediera dos pasos. Leonard empujó las puertas dobles de caoba con una fuerza que las hizo golpear las paredes. James Ford estaba sentado detrás de su escritorio de cristal, rodeado de inversores que palidecieron al ver entrar al hombre que todos daban por acabado. —¡Leonard! —James Ford se puso de pie, forzando una sonrisa de satisfacción—. Lamento mucho lo de los viñedos. Un accidente terrible, de verdad. —No fue un accidente, James. Fue una declaración de guerra —Leonard detuvo su silla en el centro de la sala. Katie se colocó a su lado, cruzando los brazos con una elegancia que aprendió a la fuerza en las últimas doce horas—. Y he venido a decirte que tu puntería es tan mala como tus inversiones. James Ford soltó una carcajada, mirando a los inversores. —¿Inversiones? Sinclair, mis números son los mejores del trimestre. Deberías estar más preocupado por cómo vas a pagar la limpieza de ese terreno quemado. Katie dio un paso al frente. Sus ojos, fijos en Ford, no tenían rastro de la niña asustada que Leonard compró en una subasta familiar. —Los viñedos ya no pertenecen a los Moore, James —dijo Katie, su voz resonando con una autoridad que sorprendió incluso a Leonard—. Pertenecen al grupo Sinclair. Y gracias al incendio, Leonard acaba de recibir una inyección de capital por parte del seguro que duplica el valor del terreno. En realidad, deberíamos darte las gracias. Has financiado nuestra expansión. El rostro de James Ford pasó de la suficiencia a una palidez enfermiza. Miró a Leonard, buscando una grieta en su armadura. —¿De qué está hablando esta mujer? —De tu caída —respondió Leonard, sacando una tableta de su regazo—. Mientras tú celebrabas con gasolina, Katie y yo pasamos la noche auditando las acciones de Ford Enterprises. Resulta que tus inversores —señaló a los hombres sentados a la mesa— están muy preocupados por el hecho de que usaste fondos de garantía para pagar los sobornos de las constructoras locales. Uno de los inversores se puso de pie, mirando a Ford con furia. —¿Es eso cierto, James? —¡Es mentira! Sinclair está tratando de manipularlos desde su... —James señaló la silla de ruedas, pero no terminó la frase. Leonard se inclinó hacia adelante, y en sus ojos brilló ese destello diabólico que le dio su apodo. —Dilo, James. Di que estoy acabado porque no puedo caminar. Pero mientras tú usabas tus piernas para correr a quemar campos, yo usaba mi mente para comprar el cincuenta y uno por ciento de tus deudas bancarias. Leonard le entregó una carpeta a Katie, quien la depositó sobre el escritorio de cristal con un golpe seco. —James Ford, ahora trabajas para Leonard Sinclair —sentenció Katie—. O mejor dicho, estás desempleado. Leonard ha decidido liquidar todos tus activos para cubrir el daño moral y material de los viñedos de mi familia. El silencio en la oficina era sepulcral. James Ford se dejó caer en su silla, mirando el vacío. Los inversores empezaron a recoger sus cosas, alejándose de él como si fuera un cadáver político. —Vámonos, Katie —ordenó Leonard—. El olor a fracaso me está dando dolor de cabeza. Salieron de la oficina con la misma intensidad con la que entraron. Al llegar al ascensor, las puertas se cerraron y por fin estuvieron solos. Katie se apoyó contra la pared metálica, dejando escapar el aire que había estado reteniendo. —Lo hicimos —susurró ella. Leonard la miró. Sus facciones, antes de piedra, se suavizaron apenas un milímetro. —Tuviste un buen desempeño, Sinclair. Casi parecía que disfrutabas ver a Ford hundirse. —Disfruté proteger lo que es mío, Leonard. Me enseñaste que en este mundo nadie más lo hará. Leonard impulsó su silla hacia ella. El espacio en el ascensor era pequeño, íntimo. Tomó la mano de Katie y la llevó a sus labios, pero esta vez no fue un gesto de propiedad. Fue un reconocimiento. —Bienvenida a la familia —dijo él, su voz volviéndose ronca—. Pero no te equivoques, Katie. La guerra real apenas comienza. Ford y sus aliados no se quedarán de brazos cruzados. —Entonces que vengan —respondió ella, inclinándose para quedar a la altura de sus ojos—. Ahora sé que el diablo de Sinclair tiene una esposa que sabe cómo manejar el fuego. Leonard la tomó del cuello y la atrajo hacia un beso feroz, cargado de la adrenalina de la victoria. En ese ascensor, entre el cristal y el acero, Katie Sinclair comprendió que su matrimonio ya no era un contrato de supervivencia. Era un pacto de destrucción mutua, y ella estaba dispuesta a arder junto a él si eso significaba ver el mundo a sus pies. Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el vestíbulo, Leonard volvió a ser el CEO implacable y Katie la esposa perfecta. Pero por dentro, ambos sabían que las reglas habían cambiado. La "Esposa Reemplazada" de los Moore había muerto en el incendio; lo que caminaba ahora al lado de Leonard Sinclair era una reina de ceniza lista para reclamar su trono.






