Mundo ficciónIniciar sesiónLa mañana en la mansión Sinclair no trajo paz, solo la cruda realidad de los papeles legales sobre la mesa de caoba. Katie se despertó con el sonido de una pluma estilográfica rasgando el papel. Leonard ya estaba en su silla, vestido impecablemente con un traje gris carbón, ignorando la luz del sol que entraba por el ventanal.
—Firma —ordenó Leonard sin levantar la vista. Katie se acercó a la mesa, sintiendo el peso de su nueva identidad. Frente a ella, el contrato de transferencia de los viñedos de su familia descansaba junto a una cláusula adicional que no estaba en el acuerdo original: "La esposa se compromete a permanecer bajo la vigilancia del esposo las veinticuatro horas, sin acceso a fondos externos ni comunicación privada sin autorización". —Esto no era parte del trato —dijo Katie, señalando la línea con el dedo tembloroso. —El trato cambió en el momento en que entraste a mi habitación anoche —Leonard levantó la mirada, y sus ojos eran dos pozos de indiferencia—. Tu padre no solo me debe dinero, me debe la dignidad que perdió al intentar estafarme con auditorías falsas. Esta cláusula es mi seguro. Si firmas, los camiones con suministros y el pago de la nómina llegarán a los viñedos en una hora. Si no, mañana tu familia estará en la calle. Katie apretó los dientes. El poder de Leonard Sinclair no residía en su capacidad física, sino en su frialdad para calcular el dolor ajeno. Tomó la pluma y estampó su firma, sintiendo que cada trazo era un clavo en su propio ataúd. —Bien —dijo él, arrebatándole el papel—. Prepárate. Tenemos un desayuno con la junta directiva y tu familia en el club privado. —¿Mi familia estará allí? —Quiero que vean exactamente qué han vendido, Katie. Y quiero que tú aprendas tu lugar en esta jerarquía. El trayecto al club fue un silencio asfixiante dentro de la lujosa camioneta adaptada de Leonard. Al llegar, la prensa ya rodeaba la entrada. Leonard no se inmutó; manejó su silla con una elegancia mecánica que obligaba a todos a abrirle paso. Katie caminaba a su lado, sintiendo las cámaras disparando como ametralladoras. Al entrar al salón privado, la mesa estaba servida. Su padre, un hombre que parecía haber envejecido diez años en una semana, se puso de pie de inmediato. —Katie, hija... —comenzó él con la voz quebrada. —Siéntate, Arthur —la voz de Leonard retumbó en el salón, silenciando cualquier rastro de afecto—. No has venido aquí para una reunión familiar. Has venido para presenciar el cierre de tu deuda. El desayuno fue una tortura de tres tiempos. Leonard hablaba de millones y adquisiciones mientras cortaba su carne con una precisión quirúrgica, ignorando el hecho de que su esposa apenas podía tragar un bocado. Los socios de la junta observaban a Katie como si fuera una nueva adquisición de oficina, un activo que Sinclair había logrado arrebatarle a la competencia. —¿Y bien, Leonard? —preguntó uno de los socios, un hombre gordo de sonrisa falsa—. ¿La nueva señora Sinclair cumple con las expectativas del mercado? Leonard dejó los cubiertos y miró a Katie. El silencio se prolongó hasta volverse insoportable. —Katie es... obediente —respondió Leonard, y la palabra sonó como un insulto—. Sabe que su única función es no causar problemas. ¿Verdad, querida? Katie sintió la sangre hervir. Miró a su padre, quien bajó la cabeza, incapaz de defenderla. La humillación era el combustible de Leonard. —Soy tu esposa, Leonard, no tu empleada —replicó ella, su voz resonando con una claridad que hizo que varios socios intercambiaran miradas incómodas. Leonard se detuvo. Lentamente, giró su silla hacia ella. La tensión era tan real que se podía tocar. —Una esposa que costó veinte millones de dólares —susurró él, lo suficientemente alto para que todos lo oyeran—. En mi mundo, eso te da exactamente el mismo estatus que un empleado de alto riesgo. Si quieres respeto, gánatelo. Por ahora, limítate a sonreír y a darme el vino. Él señaló su copa vacía. Era una prueba pública de sumisión. Katie miró la botella de cristal y luego los ojos desafiantes de su marido. Sabía que si se negaba, Leonard destruiría a su padre allí mismo. Con las manos temblando de furia contenida, tomó la botella y sirvió el líquido rojo. —Buen trabajo —dijo él, dándole un sorbo al vino sin apartar la vista de ella—. Ves, Arthur, tu hija aprende rápido. Quizás después de todo, los Moore sirven para algo más que para quebrar empresas. Cuando el desayuno terminó, Leonard despidió a todos con un gesto frío, incluyendo a los padres de Katie. Se quedaron solos en la inmensa terraza del club. —¿Te sentiste poderoso haciéndome eso frente a ellos? —le espetó Katie en cuanto la puerta se cerró. Leonard impulsó su silla hasta el borde de la barandilla, mirando el horizonte de la ciudad. —Me sentí práctico —respondió él sin volverse—. El mundo necesita saber que los Sinclair no perdonan deudas. Y tú necesitas entender que tu apellido ya no te protege. Eres mía, Katie. Cada centímetro de tu piel, cada pensamiento que tengas, me pertenece hasta que yo decida lo contrario. —No puedes comprar mi alma, Leonard. Él giró la silla con una rapidez que la hizo retroceder. Leonard la tomó de la muñeca, tirando de ella hacia abajo hasta que sus rostros quedaron a centímetros de distancia. Katie podía oler su colonia cítrica y sentir el calor de su aliento. —No necesito tu alma —gruñó él, sus dedos apretando su piel—. Necesito tu presencia. Necesito que el mundo vea que, incluso en esta silla, sigo teniendo el control sobre las cosas más bellas y costosas. En ese momento, Leonard bajó la mirada a sus labios. Por un segundo infinito, el odio pareció transformarse en una necesidad física, un hambre que Leonard intentaba reprimir con su crueldad. Katie no se apartó. No le daría la satisfacción de verla huir. —Eres un monstruo —susurró ella. —Y tú eres la mujer que se casó con el monstruo para salvar su pellejo —él la soltó bruscamente—. Vamos. Tenemos una gala benéfica esta noche. Prepárate para usar los diamantes que te compré. Quiero que brilles tanto que nadie pueda ver lo podrido que está nuestro matrimonio por dentro. Leonard se alejó hacia la salida, dejándola sola bajo el sol abrasador. Katie se miró la muñeca, donde las marcas rojas de sus dedos empezaban a aparecer. No eran solo marcas de fuerza; eran el sello de un contrato que no tenía fecha de vencimiento. Mientras observaba la figura de Leonard Sinclair alejarse, Katie comprendió que la guerra no se libraría en los tribunales ni en los bancos, sino en esa mansión, habitación por habitación. Él quería romperla, pero ella usaría el mismo odio de Leonard para encontrar la grieta en su armadura. Porque Leonard Sinclair tenía un secreto, y Katie estaba decidida a descubrir qué era lo que el hombre más poderoso de la ciudad intentaba ocultar detrás de su amargura y su silla de ruedas.






