El sol de la mañana se filtraba por las cortinas del dormitorio, iluminando con una calidez suave la habitación. Emilia se despertó con el sonido de los balbuceos de Fiorela, que movía sus manitas como si intentara alcanzar los rayos dorados que jugaban sobre la cuna.
A su lado, Lucas dormía con una sonrisa apacible, con el brazo extendido hacia donde ella siempre se acurrucaba. Emilia lo observó un instante; le gustaba mirarlo así, en paz, tan distinto al hombre que antes cargaba con tantas heridas. Ahora era un padre amoroso, un esposo entregado, un compañero de vida.
—Buenos días, mi pequeña luz —susurró Emilia mientras levantaba a Fiorela y la recostaba sobre su pecho.
La bebé sonrió, con esos ojos celestes que parecían reflejar el cielo de la familia Thoberck.
Poco después, Ezequiel entró corriendo con su energía habitual.
—¡Mami, Fiorela me sonrió! —gritó emocionado, trepándose a la cama.
—Claro que sí, mi amor. Ella te adora. Eres su hermano mayor —dijo Emilia, dándole un be