El cielo de París estaba encapotado, de ese gris húmedo que impregnaba las calles empedradas con una melancolía extraña. Leiah se detuvo en medio del Pont Neuf, respirando hondo mientras el Sena corría turbio a sus pies. Había decidido viajar con la firme convicción de que cambiar de paisaje la ayudaría a borrar los recuerdos; sin embargo, la ciudad la desarmaba a cada paso. Las luces cálidas de los cafés, las parejas tomadas de la mano, el murmullo de idiomas distintos… todo parecía recordarle lo que había perdido.
Llevaba semanas intentando convencer a su corazón de que Darren ya no formaba parte de su historia. Había repetido hasta el cansancio que el amor no era suficiente cuando la vida se encargaba de arruinarlo, que él había tomado su camino y que ella debía tomar el suyo. Pero, en el fondo, la sensación de vacío la acompañaba como una sombra que ni el vino francés ni las galerías de arte lograban disipar.
Esa tarde, decidió entrar en un café pequeño en el barrio latino. El lug