La ausencia de Leiah dolía más de lo que Darren estaba dispuesto a admitir.
Cada noche, al cerrar la puerta de su oficina, cuando las luces del piso corporativo se apagaban una a una, marcaba su número como si fuera parte de un ritual. A veces hablaban hasta quedarse dormidos, otras, bastaba con escuchar su voz unos minutos para que el caos del día tuviera sentido.
Y aunque ella intentaba disimularlo, él sabía que también lo extrañaba.
—Prometo que no será mucho tiempo más —le decía mientras miraba la pantalla, deseando poder cruzarla con una caricia.
—No importa cuánto, Darren. Solo vuelve entero —respondía ella con ternura, y su voz se volvía una llama cálida en medio de su infierno personal.
No era fácil estar lejos. Pero tampoco podía postergar más lo que había comenzado hace años.
Su padre y su empresa pronto caerían, y él sería quien pusiera el último clavo en el ataúd.
Había trabajado en silencio, en las sombras, como los buenos estrategas. Y ahora que William, su medio hermano