La casa olía a canela, pino y engaño.
Leiah entró con una sonrisa forzada, su bolso colgando del hombro y el corazón agitado bajo el abrigo. No había pisado esa casa en semanas, y aunque sabía que enfrentaría preguntas y tensiones, no esperaba la escena que encontró al cruzar el comedor.
La mesa estaba vestida como una postal navideña: vajilla dorada, copas de cristal, velas encendidas. Pero lo que le heló la sangre no fue la decoración, sino ver al padre de Marcus sentado en la cabecera, con su inconfundible voz de político veterano, y a su lado, Marcus, sonriendo como si ya la poseyera.
—¡Mi niña! —exclamó su madre con una emoción teatral—. Justo a tiempo para la cena. Tu padre ha preparado algo muy especial.
Leiah giró lentamente hacia él, esperando una explicación. Él solo le dio una mirada dura y autoritaria, como si hubiera olvidado que ella alguna vez fue su hija favorita.
—Papá… ¿qué es esto?
—Una cena —respondió él, con ese tono que usaba cuando todo debía aceptarse sin pregu