Leiah acababa de salir del examen final. Aún tenía el corazón latiéndole con fuerza por la tensión acumulada de toda la semana. El pasillo de la universidad bullía de voces celebratorias, pero ella apenas sonrió. Sacó su celular del bolso y lo encendió. Apenas tuvo señal, el teléfono vibró con insistencia: “Mamá”. Suspiró, temiendo que fuera otra llamada para insistir en lo de la boda. Apretó el botón verde.

—¡Niña! ¿Qué haces que no contestabas? ¡Te he llamado toda la mañana! —gritó la voz de su madre, furiosa.

—Mamá, lo siento. Tenía mi examen final. ¿Qué pasa?

—¿Qué pasa? ¡¿Es que acaso no has visto las noticias?! —chilló, cada palabra más aguda que la anterior.

—Claro que no he visto las noticias, ¡te dije que estaba ocupada! ¿Qué ocurre?

—Ingrata, se nota que solo piensas en ti. ¡Qué mal que hemos criado! Te dimos todo, ¿para esto? Necesito que vuelvas a esta casa de inmediato. Tu fiesta de compromiso es el sábado.

—Mamá… ya te dije que no voy a casarme —respondió Leiah, con voz