Indra.
Fausto me miraba desde un sillón de tela roja, sobre una pequeña tarima de madera en medio de un enorme patio cubierto de césped, incluso en las paredes todo olía fresco. Las flores de todos los colores inundaban cada rincón de este lugar tan iluminado. Sus esmeraldas se aclararon aún más con la luz del sol golpeando su bello rostro. Entre su cómoda vestimenta de manta blanca, noté que sostenía con mucho cuidado un pequeño bultito. Tan diminuto, que me pregunté qué llevaría dentro. Di dos pasos hacia él, sintiendo una necesidad desesperada de alcanzarlo. El corazón me martillo en el pecho, desesperado por tocar a Fausto. Sin previo aviso, una pequeña cabeza llena de cabellos castaños claros chocó contra mi rodilla. El niño, de piel blanca como la mía, me sonrió con una mueca chimuela, y yo se la devolví, agachándome a su altura. —¡Mamá! —gritó el pequeño, alzando los brazos. Me aterré al ver que en una de sus manos sostenía una pequeña pistola dorada. Por puro instinto, se la arranqué de un jalón, y el niño rompió en llanto, desconsolado. La mano me tembló cuando arroje el arma lejos. Esta fue devorada por las ramas que parecían tener vida propia. Fausto me observó con total tranquilidad antes de soltar un pequeño suspiro. Luego se levantó del sillón, aún cargando el bultito entre sus brazos. —Amor... no deberías reaccionar así. Lo asustas —me quedé boquiabierta al ver cómo le entregaba otra pistola al niño con su brazo libre. Este se carcajeó, como si fuera un juguete más. —¡¿Por qué le das armas?! —chillé, corriendo tras el niño por el pasto. Fue ahí cuando noté que estaba descalza; el contacto con el césped húmedo me estremeció. —Esta es su vida, Indra —repitió Fausto con una sonrisa. Desde sus brazos, entre las cobijas blancas, se escuchó un suave lloriqueo. Me quedé estática. Mis pies... Estaban cubiertos de rojo. Cada paso los teñía más y más de líquido carmesí. Tropecé con algo duro que me hizo caerme directo contra el extraño lodazal. Miré mis manos llenas de sangre, y el vestido blanco empapado de un crimen que no recordaba haber cometido. Me giré en el pasto para ver con que había tropezado... y el aire se me fue de los pulmones. El cuerpo perfecto de Carlota, vestido también de blanco, yacía inmóvil. La mitad de su cerebro... fuera. Intenté levantarme de golpe, pero el mareo me venció. Fausto me sonrió desde el escalón de madera, arrullando al bebé. —Lo hicimos por ti, amor —dijo con genuina tranquilidad. El hermoso patio se había transformado de pronto en un cementerio. El niño con la pistola reía a carcajadas mientras esquivaba cadáveres, como si fuera otro juego más. Y entonces lo vi. Los ojos claros de mi hermano. Aún abiertos. Me aterré al ver a Emiliano comenzar a incorporarse del pasto, con la enorme abertura en su cuello sangrando a borbotones. —Es tu culpa, hermana —me dijo, serio. El grito me nació desde lo más hondo cuando retrocedí, y unos brazos pesados se posaron sobre mis hombros. Reconocí los tatuajes. —¿Por qué huyes de tu familia, bonita? —murmuró Dante con un aliento tan helado que me erizó todo el cuerpo. —Esta es quien eres ahora, Indra —continuó Fausto quitándole la cobija al bebé. Di un respingo de horror al ver cómo lo alzaba con una sola mano, como si fuera una pelota. Luego Fausto silbó y el niño corrió hacia él como si fuera un perrito. —Los humanos somos tan frágiles, bonita —susurró Dante. Fausto le entregó el bebé al niño. Y este, sin la más mínima emoción, lo dejó caer contra el suelo. Intenté zafarme del agarre de Dante para detener lo inevitable. El niño alzó la pistola entre risas, alentado por Fausto. El dorado se posó sobre alguna parte del bebé y de pronto un disparo ahogó el llanto de este. Pero no el mío. —Este es tu legado, bonita —me dijo Dante. Y grité. Grité tan fuerte como pude, deseando despertar de esta maldita pesadilla en la que se había convertido mi vida. Abrí los ojos de golpe, sentándome en la gran cama con la mano sobre mi pecho, intentando calmar ese corazón que parecía salirse de mi cuerpo. Me llevé las manos a la cara, empapada de sudor. ¿Había sido solo una maldita pesadilla? Solté un enorme suspiro y me quedé maravillada al ver la ventana abierta de par en par. El color claro del agua fue lo único que noté entre los destellos del sol. Esto era real. Me incorporé, aún mareada, y revisé mi cuerpo bajo la bata de hospital. No tenía nuevas heridas, solo las cicatrices de la huida. Mis manos se detuvieron en el vientre. Y recordé las palabras de Sofía de pronto: "Ella está embarazada." Eso debía ser una maldita broma. Mis ojos se aguaron al instante al recordar mis últimos roces con Fausto. ¿Por qué seguía viva? La puerta del camarote se abrió suavemente. Lo primero que vi fueron los ojos hinchados de Sofía. Luego, el gran cuello de Dasha justo detrás. —Nos pareció escuchar ruido —dijo Sofía, intentando sonreír. Pero sus ojos se achicaron de una forma tan extraña... como si acabara de recibir un golpe. Y eso me aterrorizó. Dante no sería capaz de golpear a su propia hermana como Fausto. ¿O si? Involuntariamente, me hice hacia atrás. Estás personas eran mis enemigos. Sofia había convivido conmigo desde que tenía memoria. Yo le había abierto las puertas de mi casa una y otra vez. Mi hermano... la había querido demasiado. Y así nos pagaba. Esta... esta debía ser la peor de mis traiciones. —¡Paz, paz, venimos en paz! —Dasha alzó las manos. Era tan alta que Sofía apenas le llegaba al hombro. —¿Dónde estamos? —pregunté. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que todo esto comenzó? Sofía suspiró. —Vamos a llegar a Puerto Escondido—. Abrí los ojos de par en par. —¿Nos vamos a quedar en Oaxaca? —la voz se me quebró. Sofía me dio una pequeña sonrisa. —Estaremos bien. Esta es nuestra casa. No nos pasará nada—. Intento asegurarme sin éxito. —¿Por qué no me han matado? —susurré, al borde de la histeria. Oaxaca... había llegado al hogar de mi papá antes que él. Mi papá. Mi corazón se rompió aún más recordando a Guillermo, a mamá. A él. Sofía frunció el ceño antes de hablar. —¡Mi hermano no te va a tocar un pelo!—exclamó, aún con Dasha detrás, quien parecía más guardaespaldas que aliada. —¿Por qué? —intenté sonar firme, aunque no estoy segura si lo logré. Sofía me miró sorprendida, se abrazó el brazo con un gesto torpe y entonces dijo: —Estás embarazada, Indra—. Repitió y yo me erice. —¿Disculpa?—. —Los análisis... Dasha lo confirmó con otra prueba de sangre mientras te recuperabas del desmayo. Su voz se sentía lejana. —Yo... yo no puedo estar embarazada —y entonces, rompí a llorar. Esto había salido peor de lo que pensé. Un pedacito de mi amor, atrapado en este horror. No. Dasha me abrazó. Y yo me dejé apretar, aún sin comprender esta nueva realidad. Las imágenes del primer heredero de Fausto cruzaron mi mente como agujas. Muerto. Asesinado. Yo no quería permitir que algo así le pasara a un pedacito de mi alma. Y ahora estaba completamente sola. ¿Cómo iba a proteger a un bebé en este mundo tan cruel? La puerta semiabierta se azotó con violencia cuando fue cerrada por otra persona que no eran las chicas. Dí un respingo. Luka estaba allí. Imponente, alto, se veía fresco a pesar de las ojeras y el golpe morado en la mandíbula. Su expresión no entendía nuestra escena. Su voz fue dura y antipática. —Hemos llegado, tenemos que bajar. Ya—. Sofía tembló ligeramente, pero se mantuvo firme y se puso frente a mí. Me tomó las manos, pidiéndome que la siguiera. Dasha se mantuvo a mi espalda, demasiado cerca. —Dijo Dante que Indra no va a la casa. Se queda aquí —la silueta de Luka cubría todo el marco de la puerta. —No. Claro que viene con nosotras, no la voy a dejar aquí —replicó Sofía con firmeza. Y me sorprendió cuando intento empujar con una pierna el cuerpo del ruso. La hermana de Dante Salazar no le llegaba ni al pecho. Luka suspiró, cediendo por voluntad propia. Se llevó una mano al puente de la nariz y luego cerró los ojos, buscando de seguro paz. Yo me quedé muda. No tenía ningún plan de escape. Porque no planeaba vivir más allá del primer día en manos de Dante. Si tan solo hubiese sabido la noticia unos días antes... ¿Por qué soy tan tonta? En el pequeño elevador, Luka nos alcanzó. Su ropa deportiva apestaba a humo y madera. —A Dante no le gusta que lo desafíes, Sofía —le reprendió. Dasha ladró algo en ruso. Luka le respondió en el mismo tono. —Él me orilló a esto —dijo Sofía, ya más tranquila, mientras salíamos a un pasillo angosto. Me fui de lado, mareada por los movimientos suaves del barco. Dasha me sostuvo de la cintura. Luka resopló y lideró la marcha. Salimos a cubierta, y el sol me cegó por un instante. El muelle aún estaba lejos, pero distinguí una enorme casa blanca, con vista al mar. Bajamos por unos escalones alfombrados hasta llegar a un yate más pequeño, donde un hombre disfrazado de gato era el capitán. Sofía brincó ágilmente hacia la parte trasera del yate. Dasha la siguió con sus elegantes y largas piernas. Yo, en cambio, necesité del brazo de Luka para no caerme al mar. El mareo era insoportable. El pequeño yate arrancó, cortando el mar. Cerré los ojos durante todo el trayecto, buscando calmarme. En el muelle había otros dos yates y varias motos acuáticas. Subí ahora con ayuda de Dasha. Hasta ese momento noté mis cómodas calcetas que no recordaba tener puestas. La playa estaba cubierta por enormes piedras. Seguridad natural y privacidad. Parecía que habían pensando en todo. Antes de subir los escalones de piedra hacia la casa, lo vimos. El mismísimo diablo. Dante. Sin camiseta dejando ver todos sus músculos y tatuajes que podrían destrozarme en un segundo, con los brazos cruzados y un paliacate rojo en la cabeza. Estaba esperándonos en el inicio del muelle. La respiración se me fue del cuerpo, incluso Sofía me apretó la mano con fuerza. Nos quedamos petrificadas bajo el sol. Como si a todas nos estuvieran apuntando con un arma. Dante se movió lentamente por el muelle. Como una serpiente. Incluso Luka se hizo a un lado cuando se aproximó a nosotros. Pasó de largo. Y más de una soltó el aire retenido. Yo incluida. Nadie se movió hasta que Salazar activó una de las motos acuáticas y se marchó, probablemente de vuelta al barco. Fue entonces cuando todos recuperaron la compostura. Incluso sus propios aliados... Le temían. Y no era para menos. Ese hombre tenía las llaves del infierno en sus manos.