XXXIV Dos bestias

Luego de pasarse la noche en vela, Eris caminaba por el jardín, aguardando alguna noticia. El retador no había regresado de su visita a las mazmorras. Se consolaba pensando que, de haberle ocurrido algo al Asko, ya lo sabría; las malas nuevas se esparcían como la peste.

Acompañada de una sierva, fue a saludar a los guardias que custodiaban los muros y las puertas del palacio.

—Qué mañana tan invernal y ustedes aquí afuera, con esas armaduras que en nada deben aplacar el frío. Les he traído un exquisito té, que en algo les ayudará a entrar en calor.

Los hombres se acercaron, frotándose las manos y agradeciéndole a la reina tan noble gesto.

—No debió molestarse, majestad —dijo Bert, el jefe de la guardia real, aferrando la jarra con ambas manos, enrojecidas por las bajas temperaturas.

—Claro que sí. Los cuerpos gélidos son más lentos y tardan mucho más en reaccionar que aquellos por los que fluye el calor con brío. Ustedes nos resguardan y deben estar en óptimas condiciones. Por ci
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