Manada carmesí
En el apasible prado, las ovejas pastaban sin prisa, confiadas en la vigilante protección de su pastora. La joven se había levantado la falda y refrescaba las piernas con la brisa de la tarde mientras se abanicaba la cara.
Ni siquiera era verano todavía, pero los calores se habían adelantado bastante.
El cabello, atado en una larga trenza, le dejaba despejado el cuello, que abanicaba también, deseosa de bajar pronto hasta el río para darse un chapuzón mientras sus animales bebían.
Un repentino beso en la cálida piel de su cuello la hizo dar un respingo y ubicarse tras su cayado, con el que amenazó al atrevido hasta que vio de quién se trataba.
—Podrías haberme avisado que vendrías, te habría esperado —volvió a relajarse, sentada sobre la hierba.
Gunt se dejó caer junto a ella y la rodeó con el brazo. Volvió a deleitarse besándole el cuello y ella se retorció por el cosquilleo, placentero pese al calor.
—Estaba ocupado, pero ya no. ¿No te alegra que esté aquí? —inquirió,