Angelo enarcó una ceja y la miró desde arriba. Vio el brillo en los ojos de ella y se pasó una mano por la frente, sin saber si reír o molestarse. Su voz denotaba una profunda incredulidad.
—Cristi, ¿en serio estás aquí por tu cuenta?
—No preguntes más, Angelo. Eso no importa, solo acéptame y ya. Además, ¿no notas algo diferente en mí?
El agarre de Cristina se tensó. Levantó la barbilla con un gesto desafiante, y sus ojos brillaron con una luz intensa mientras lo miraba fijamente.
Angelo seguía sin poder creer que ella estuviera ahí por voluntad propia.
Desde que la vio por primera vez, ocho años atrás, percibió la soledad y la desconfianza hacia los extraños en su mirada. En ese momento se prometió a sí mismo que, cuando creciera, sería él quien la amara. Sin falta. Ocho años después, al reencontrarse con ella, deseaba abrazarla con fuerza y no compartirla con nadie. Pero en su reencuentro, lo que vio en sus ojos fue miedo y rechazo, y eso lo llenó de desolación. No le quedaba más re