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capitulo 3. ¿Qué te sucede, hija? Parece que hubieras visto al diablo.

Había otro asunto que no dejaba tranquilo a Carlos, algo muy importante que le daba vueltas en la cabeza y que no lo dejaba dormir. Cuando estaba despierto, todos sus pensamientos se los robaba. Era una mujer, una mujer de hermosa figura, que tenía al jefe con los pensamientos totalmente revueltos.

Es la cosa más linda que he visto, pensaba para sí mismo.

Parece que la felicidad es algo incompleto; siempre estamos deseando algo, y cuando lo conseguimos, queremos más, y con más intensidad que al principio. Eso era lo que le ocurría al jefe. Había querido un hijo varón y, como no pudo, le arrebató el hijo a su mejor amigo. Ahora ansiaba locamente a una mujer que estaba fuera de su alcance.

Mary, de piel canela, ojos color miel, cabello ondulado que la brisa movía al compás de sus caderas, piel joven e inmaculada, estaba enloqueciendo a Carlos Robles. El jefe no hacía más que observar a Mary; le gustaba verla caminar. Con solo verla, su pulso se aceleraba. Esta cosa rica, como él la llamaba, era Mary, una hermosa morena que hacía pocos días había llegado al pueblo a trabajar en la hacienda. Ella era sobrina del ama de llaves, quien era la mano derecha de la familia Robles.

Rosa, una mujer ya entrada en años, había trabajado con la familia Castillo, los padres de Margaret, y ahora continuaba al servicio de la familia Robles Castillo. Tía Rosa, como la llamaban todos en la gran casa, era la encargada de la cocina y del personal de aseo y limpieza. Era muy responsable con sus deberes y exigente con el personal a su cargo. Rosa había sido la nana de Margaret, la quería tanto como a su sobrina Mary, y le dolía verla tan triste. Con el paso de los días, su tristeza aumentaba.

Rosa pidió permiso al jefe para traer a su sobrina y hacerse cargo de ella. Carlos no puso problema alguno.

Rosa, esta también es tu casa, y si tu sobrina no tiene dónde ir, puedes traerla con toda confianza.

Es usted un buen hombre, señor, que Dios lo bendiga siempre. Ella solo estará unos pocos días, dijo Rosa agradeciendo sus palabras.

Mary había vivido con sus padres, lejos del pueblo. Estos habían muerto en un accidente de auto y ahora su única familia era su tía Rosa. De igual manera, para Rosa, Mary era su única familia. Se conocieron cuando la joven llegó al pueblo. Rosa la aceptó con mucho cariño. No había podido tener hijos y había tomado a la familia Castillo como propia, de allí su amor por la niña frágil, cariñosa y algo perdida como Margaret.

Mary era una joven culta, respetuosa, acomedida y cumplidora de las labores que se le encomendaban. Rosa estaba muy contenta y se sentía mal por los pensamientos negativos que había tenido sobre la joven.

La juventud de estos tiempos está perdida. Ojalá esta muchacha no salga con cosas raras, pensaba, refiriéndose a su sobrina. Ahora su preocupación era otra: Mary era muy hermosa, y con el paso de los días, había escuchado rumores del personal de la casa. Varios hombres estaban apostando por su amor y las mujeres de estos hombres sentían celos de la joven. Pero eso no era lo peor; el gran señor de la casa también había puesto los ojos en ella y lo hacía sin el menor disimulo, lo que causaba mucho dolor a Margaret, quien sufría en silencio el desamor de su marido. A él no le importaba en absoluto que todos se enteraran de lo que sentía por aquella joven.

Rosa no tenía otro lugar donde mandar a Mary. Le inquietaba que, a tan solo una semana de su llegada, ya hubiera tantos problemas. No quería que su sobrina estuviera vagando. Mientras asistía al colegio, donde le faltaba solo un año, trabajaría en la hacienda arreglando las habitaciones, ya que el personal no era suficiente. Se le pagaría un sueldo para que su trabajo tuviera valor.

Mary no prestaba atención a los piropos y comentarios que le decían al pasar. Se la pasaba escuchando música en un pequeño radio que le había regalado su madre, con los audífonos puestos, escuchando su música preferida y bailando mientras hacía los quehaceres. Así pasaba el tiempo para evadir un poco la realidad y olvidar que ya no tenía a sus padres. Se sentía sola y vacía, y por más que su tía Rosa se esforzaba por hacerla sentir bien, no lo lograba. Sin embargo, agradecía el cariño que le brindaba y todo lo material que necesitaba.

Un día, Mary había ido a la habitación matrimonial a arreglarla. Estaba tan entretenida escuchando música que no se dio cuenta de que alguien se acercaba.

Qué hermosa eres...

Esa voz hizo que Mary volteara. Sus ojos cafés se encontraron con aquellos ojos azules que la observaban sin descanso.

¿Cómo está, señor? Qué pena, no lo vi, contestó Mary, algo confundida.

No sientas pena conmigo, Mary, dijo Carlos, con la voz ronca. Yo quiero...

Se acercó tanto que pareció que iba a besarla. Mary, asustada, salió corriendo y llegó a la cocina donde se encontraba su tía.

¿Qué te sucede, hija? Parece que hubieras visto al diablo, le dijo Rosa, tomándola por un brazo y sentándola en una silla cerca de la mesa donde comían los sirvientes de la casa. Rosa le trajo un vaso con agua y se lo dio. Ahora dime, ¿qué te ha pasado?

¡Tía!, dijo Mary, mirando alrededor. Es que el señor... yo estaba arreglando la habitación y él se me acercó tanto que tuve mucho miedo y salí corriendo.

Rosa guardó silencio. Sabía a lo que se refería su sobrina, pero no quería pensar en el tema. Lo que sí sabía era que se avecinaban problemas, como lo pensaba para sí misma.

Desde la llegada de Mary, Carlos no hacía más que espiarla y perseguirla. Ella comenzó a sentirse incómoda; no le gustaba la forma en que él la miraba. Ahora se mantenía alerta y arreglaba la habitación matrimonial rápidamente, porque cada vez que estaba en ella, Carlos llegaba y le dedicaba miradas que la incomodaban. Mary había pedido a su tía que no la enviara más a esa habitación, y así lo hizo Rosa. Pero el jefe le recordó que quien daba las órdenes era él, y que debía dejar a Mary encargarse de arreglar las habitaciones, especialmente la suya. Rosa ya no sabía qué hacer; todo se le estaba complicando con la llegada de su sobrina.

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