—¿Qué hiciste... qué dijiste? —preguntó Carlos, enfurecido, con la voz temblando de rabia contenida.
—La vendí a una mujer —respondió con frialdad—. Me pagó muy bien.
—¡Dime el nombre! ¡Dámelo ahora mismo! —gritó Carlos, cada vez más fuera de sí.
—La vendí a Rafaela Martín. Una mujer poderosa... y muy rica.
Carlos se quedó inmóvil por un segundo, como si las palabras se hubieran clavado en su pecho.
—¿Vendiste a mi hija... a Rafaela? —repitió, incrédulo.
—Sí. Eso fue lo que dije —confirmó la mujer, sin ningún remordimiento.
—¡Maldita sea! ¡Eso no puede ser!
Carlos se levantó de golpe. Sus manos temblaban al sacar varios billetes de su billetera. Los lanzó con furia sobre la mesa. Ella, rápida y codiciosa, los recogió con una sonrisa torcida, dejó uno en la caja y salió rumbo a su auto sin decir palabra.
Carlos, paralizado, murmuraba una y otra vez:
—Esa chica es mi hija… ¡es mi hija! Y Rafaela lo sabía. Sabía desde el principio quién era, y aun así me la arrebató. Cada lágrima que le