SIENNA
Me despierto con el leve golpeteo del sol colándose entre las cortinas. Está más alto de lo normal. Tarde. Sigo con los ojos cerrados un momento más, pero el calor que siento no es solo por la manta. Es por el cuerpo que me envuelve.
Su brazo sigue alrededor de mi cintura, firme, como si incluso dormido no estuviera dispuesto a soltarme. Mi rostro está recostado contra su pecho, uno de mis muslos cruzado por encima de sus piernas, y su respiración se mantiene constante, profunda, cálida contra mi cabello. No sé cómo logramos dormir así toda la noche sin movernos. O más bien, cómo él lo hizo. Porque estoy segura de que no se levantó en ningún momento. Ni para ir al baño. Ni para beber agua. Ni para alejarse de mí. Estuvo aquí. Todo el tiempo. Sin decirlo, sin prometerlo. Solo… se quedó.
Y eso duele más de lo que quiero admitir.
Un nudo se me forma en la garganta. Me oprime con fuerza, como si me apretaran por dentro. La razón golpea con la brutalidad de un ladrillo: mi madre está