SIENNA
El silencio se arrastra por la habitación. Todos siguen con la cabeza gacha, como si al levantarla algo peor que la humillación los esperara.
No sé cuánto tiempo pasa. Segundos, quizás. Pero se sienten eternos.
— Pueden sentarse —ordena Massimo al fin.
Las sillas crujen cuando los cuerpos regresan a su lugar, aunque nadie parece cómodo. Algunos se aclaran la garganta, otros evitan mirarme. Siento sus ojos en mi nuca, sus juicios tragándose las palabras que no se atreven a decir. Yo sigo sentada en la silla que antes ocupaba Massimo, con las manos sobre las piernas, tratando de no temblar.
— Ahora que entendimos quién manda —prosigue él con la misma calma letal que ha reinado durante toda la conversación —, podemos continuar con la reunión.
Uno de los hombres más jóvenes, de mandíbula marcada y ojos fríos, se inclina levemente hacia adelante. No le tiembla la voz, pero puedo notar que mide cada palabra con cuidado:
— Primo… hay quienes pensarán que este tipo de decisiones impuls