MASSIMO
La luz me quema los párpados antes de siquiera abrirlos.
No sé si ha pasado un día o una semana, pero el dolor en mi estómago me dice que no fue un mal sueño. Es real. Todo lo es. El ardor me atraviesa como brasas encendidas justo por debajo de las costillas, irradiando hacia el pecho, hacia la espalda, hacia mi respiración, que no es más que un jadeo quebrado.
Parpadeo.
El techo... lo reconozco. Blanco, con líneas rectas, sin lámparas colgantes ni decoraciones. Las paredes son lisas, impecables.
Estoy en la habitación médica de la mansión. En una de esas malditas camas hospitalarias que Matteo mandó a instalar “por si acaso”. Puta madre, ahora agradezco que me haya obligado a instalarla.
Intento moverme y una punzada me atraviesa desde el abdomen. Gimo entre dientes. Apenas puedo alzar la cabeza. Mi brazo izquierdo está conectado a un monitor, y a una vía intravenosa que gotea con paciencia. El pitido constante me confirma que, a pesar del dolor, sigo vivo.
Y entonces la veo.