Al día siguiente
New York
Lance
Había pasado toda la maldita noche revolviéndome en la cama como si fuera un adolescente con su primera cita. Reconozco que era extraño para alguien que vivía conquistando a cada mujer, pero ella tenía algo diferente que me seducía.
Y después de un corto trayecto a pie, ahora entro en la cafetería. Camino despacio, respirando el aroma fuerte del café, mientras el murmullo de las conversaciones y el tintinear de las tazas me envuelven. Me siento en una mesa vacía junto a la ventana y no dejo de mirar hacia la puerta, con el corazón acelerado.
¿Dónde está? Me pregunto, observando cada persona que entra y sale. Mi mente se acelera y mi estómago se tensa. “No puede ser que no venga… no puedo permitirme esto ahora.” Pienso mientras me aprieto la mandíbula y doblo la servilleta una y otra vez.
Miro el reloj, las manecillas avanzan y el tiempo parece burlarse de mí. Son las 8:15, luego 8:20, luego 8:25… Y aún no aparece. “¿Se habrá arrepentido? ¿O simplemente me dejó plantado?” El miedo a la respuesta me aprieta el pecho. Aun así, intento mantener la calma, aunque mis dedos tamborilean nerviosos sobre la mesa.
Un camarero se acerca y me pregunta si espero a alguien. Asiento sin quitar la vista de la puerta. “No puedo parecer desesperado, pero esto es importante,” me digo, tratando de controlar el nudo en la garganta.
Me tomo un sorbo de café, aunque está frío y sin sabor. Mi mirada se pierde en la espuma, mientras pienso en lo que diré si finalmente llega. ¿Será capaz de mirarme a los ojos? ¿Podré disimular la mezcla de esperanza y frustración que siento?
“Quizás no vino porque no quiere complicarse, o tal vez porque nunca quiso que esto funcionara.” La duda es un puñal que me atraviesa, pero me esfuerzo en no dejar que me venza.
Son las 8:30 cuando finalmente decido levantarme, resignado. Pago la cuenta y pido un café para llevar. “No puedo quedarme aquí más tiempo esperando a alguien que quizá no viene,” me repito, aunque por dentro deseo con fuerza que solo sea un malentendido.
Antes de salir, echo una última mirada hacia la puerta. Tal vez, solo tal vez, aparezca justo cuando me vaya.
Unas horas más tarde
KARINA
Toda la noche di vueltas en la cama, sin lograr cerrar los ojos. Su imagen me persigue: esos ojos oscuros, desafiantes, y esa sonrisa arrogante que, a pesar de todo, me desarma. ¿Por qué justo él? ¿Por qué justo ahora? Tengo que olvidarlo. Tengo que ser fuerte. No puedo ir a esa cita. No debo darle el poder de verme rendida.
Ahora, en la oficina, intento centrarme en los documentos que Martha me entregó, pero la mente me traiciona. Siento cómo la ansiedad se aprieta en el pecho. Entonces alguien golpea la puerta. Respiro profundo y levanto la vista.
Lance entra. Su sola presencia me sacude. Sus ojos me buscan con esa seguridad arrogante que me irrita y me atrae al mismo tiempo. Intento no mostrar que me afecta.
—Karina, ¿puedes venir un momento? —dice, la voz firme, pero con una chispa que no sé interpretar.
Asiento, aunque siento que el corazón se me acelera. Camino tras él hasta su oficina, donde la atmósfera se vuelve densa, casi eléctrica. Él cierra la puerta con un gesto decidido.
—Cierra, por favor —ordena sin mirarme, y la voz suena autoritaria, casi retadora.
Obedezco. El silencio pesa hasta que él se acerca a su escritorio, revuelve unos papeles y luego me fija la mirada con intensidad.
—He notado que faltan algunos presupuestos. Los necesito urgente —dice, pero su voz tiene un tono que va más allá de lo profesional.
Trato de mantener la calma, aunque su mirada me atraviesa.
—¿Por qué lo hiciste? —la pregunta cae como un reto, sus ojos buscando cualquier atisbo de respuesta.
—¿De qué hablas? —respondo, cruzándome de brazos, tratando de que mi voz no tiemble.
—¿En serio? ¿estás jugando? —la frustración se cuela en su voz, y su ceño se frunce mientras se acerca un poco más.
Lo miro fijo, sin apartar la vista.
—Lance, no sé qué quieres insinuar —digo con voz firme, aunque por dentro me revuelve el estómago.
—Te estuve esperando en la maldita cafetería. Me dejaste plantado —su tono se vuelve grave, la decepción evidente en su rostro.
Siento cómo se me hiela la sangre, pero mantengo la compostura.
—Creo que fui clara —respondo con firmeza—. No va a pasar nada entre nosotros.
Una sonrisa irónica se dibuja en sus labios.
—¿De verdad lo crees? —me desafía, acercándose hasta quedar a centímetros de mí, su aliento casi roza mi cara.
—Eres un maldito imbécil arrogante que piensa que tendrá a todas las mujeres a sus pies porque lo dice, pero yo no seré parte de tu lista — lanzo, aunque mi voz tiembla.
Nos quedamos en un silencio cargado, respirando con dificultad, sintiendo la tensión crecer.
—Tal vez sea un imbécil arrogante —murmura con media sonrisa—, pero sé cuándo le gusto a una mujer. Y yo sé que te gusto a ti.
Me aparto, intentando recuperar el control.
—No tengo tiempo para tus juegos —digo, con la voz firme—. Permiso.
Salgo con paso decidido, dejando atrás la intensidad de ese momento, pero sé que esto no ha terminado. Él se queda mirándome, seguro, y yo siento que algo dentro de mí acaba de despertar fuego.