La conciencia de Nathaniel Vance regresó lentamente, arrastrándose desde una bruma de licor y agotamiento.
Lo primero que percibió fue una fragancia cálida y reconfortante: el dulce aroma a café recién hecho que danzaba en el aire, mezclado con la irresistible dulzura de wafles recién horneados y un toque de vainilla. Era un contrapunto delicioso al hedor de la desesperación que había sentido la noche anterior.
El sonido distante del tráfico matutino de la ciudad apenas penetraba la tranquilidad de la habitación y el sol lo golpeaba.
Lentamente, sus párpados se abrieron, revelando un techo que no era el suyo, una paleta de colores suaves y una luz que se filtraba a través de unas delicadas cortinas de lino.
Su mirada vagó por la habitación, sus ojos, aún algo nublados, comenzaron a detallar el espacio. Había un cuadro abstracto con tonos azules y grises en la pared, una pila cuidadosamente organizada de libros sobre una mesita de noche de madera clara, un pequeño florero con unas marg