La habitación de hospital de Anastasia era un santuario frío y aséptico. Nathaniel Vance se sentó junto a su cama, observándola mientras el suave goteo de un suero intravenoso era el único sonido que rompía el silencio. Anastasia yacía inmóvil, sedada, un pálido capullo humano, ajena al mundo y a la tormenta que la rodeaba. Su rostro, antes tan expresivo, era una máscara de vacío. No era la mujer vibrante que había amado, ni la figura ensangrentada y salvaje de la fundición. Era una sombra, un eco.
El doctor Peterson, el psiquiatra jefe a cargo de su caso, y la doctora Albright, su colega, entraron en la habitación con expresiones sombrías. Vance se puso de pie, la esperanza y el miedo compitiendo en su pecho. Esperaba que le dijeran que hubo mejoría, que podría volver a casa cuanto antes.
—¿Algún cambio? —preguntó Vance, la voz apenas un susurro.
El doctor Peterson negó con la cabeza, sus ojos cansados.
—Su estado neurológico no presenta alteraciones físicas, señor Presidente. No hay