El aire era denso, pesado, impregnado de una humedad constante y un sutil olor a tierra mojada y metal.
Rebecca abrió los ojos, su cabeza ya no pulsaba con la agonía del día anterior, pero una sorda molestia persistía en ella, zumbando. El vendaje en su brazo era menos apretado, y aunque los músculos le dolían con cada movimiento, sentía una fuerza renovada, una energía que hacía días no experimentaba ni pensó que lo haría.
Se levantó con cautela de la cama improvisada, pero sorprendentemente cómoda. Sus pies descalzos tocaron el suelo frío y rugoso de hormigón. El lugar era, de hecho, un sótano, pero no uno cualquiera. Las paredes eran de piedra, sin terminar en algunas secciones, pero en otras, el hormigón pulido y paneles de metal sugerían una construcción más reciente, clandestina.
Luces tenues, protegidas por rejillas metálicas, apenas iluminaban el espacio, proyectando sombras alargadas y danzarinas. Había mesas con mapas, computadoras, y lo que parecían ser herramientas y armas