El tiempo era un tirano implacable, y en la Casa Blanca, para Nathaniel Vance, se había convertido en un perpetuo estado de vigilia. Las semanas desde lo de Rebecca y Anastasia, se deslizaron con la lentitud de una tortuga, marcados por el siseo constante de los monitores en la habitación de Anastasia. Su esposa seguía en coma inducido, un sueño profundo que mantenía su cuerpo sanando y la vida de su hijo latiendo con fuerza.
Vance se había transformado.
Las visitas al hospital eran el ancla de su día.
Cada mañana, antes del alba, se presentaba en la UCI, se sentaba junto a la cama de Anastasia, le hablaba en susurros sobre el día que se avecinaba, le leía noticias del periódico, le acariciaba el cabello. Ya no había ira, solo una devoción silenciosa, forjada en el crisol del miedo y el arrepentimiento.
—Anastasia, hoy tenemos una cumbre económica. Voy a intentar impulsar nuestra propuesta de inversión —le decía, su voz suave, cargada de una intimidad que nunca habían compartido antes