El brillo gélido del mármol del hall todavía parecía albergar la sombra de la sangre de Anastasia. En el hospital, los médicos luchaban por la vida de la Primera Dama y la de su hijo, mientras Vance permanecía en una vigilia helada, con su mente atormentada por la imagen de Rebecca en lo alto de la escalera.
Sabía la verdad, solo necesitaba probarla.
Mientras tanto, Rebecca, con el corazón latiéndole desbocado en el pecho y el frío de la culpa rozándole la piel, se movía con una mezcla de pánico y cálculo brutal. Apenas Anastasia fue trasladada, Rebecca había corrido a su propia habitación, su mente en una vorágine frenética. Su primera tarea: borrar cualquier rastro. ¿Había tocado la barandilla? ¿Había dejado alguna huella?
Se lavó las manos con una ferocidad casi dolorosa, restregando sus palmas como si intentara borrar no solo la posible evidencia física, sino también la marca invisible de su acto. Luego, con una frialdad escalofriante, comenzó a ensayar su historia. Una y otra vez