El eco del cuerpo de Anastasia golpeando los peldaños de mármol se había transformado en el aullar ensordecedor de las sirenas. La Casa Blanca, un santuario de poder, se había convertido en una escena de caos y urgencia.
Apenas unos minutos después de la caída, el hall principal fue invadido por paramédicos que, con movimientos rápidos y precisos, atendían a Anastasia. Nathaniel Vance yacía arrodillado junto a ella, la sangre de su esposa en sus manos, su rostro una máscara de horror y absoluta desesperación.
Los flashes de las cámaras comenzaban a destellar fuera de las vallas, como luciérnagas voraces devorándolo todo. La noticia de la Primera Dama herida se había filtrado con la velocidad de un incendio forestal. Periodistas de todo el mundo se agolpaban en las puertas de la Casa Blanca; sus voces un murmullo ansioso, sus cámaras listas para capturar cada movimiento.
—¡Presidente Vance! ¡Una declaración sobre el accidente de la Primera Dama! —gritaban desde la distancia.
—¡Cómo se