El aire frío de la cabaña, que en el piso de arriba olía a leña quemada y a la tensión de un reencuentro imposible, se transformó en un hedor opresivo y húmedo al bajar al sótano.
El olor a tierra mojada, a moho y a algo más, un olor a desesperación humana, golpeó las fosas nasales de Vance. Se cubrió la nariz con una mano, su estómago se revolvió, y dio un paso hacia la oscuridad. Las escaleras, de madera vieja y crujiente, parecían un descenso al infierno. Cada escalón crujía bajo su peso, un sonido ominoso que lo acompañaba en su descenso hacia la verdad y hacia un hedor casi indescriptible.
El corazón le latía desbocado, un tambor de guerra en medio de la oscuridad. El miedo a lo que encontraría allí abajo era tan grande como la necesidad de saber.
La luz se encendió.
Ellis, que había seguido a Anastasia sin decir una palabra, activó un interruptor. La tenue luz de un foco solitario colgando de un cable sucio, parpadeó, revelando un espacio frío y opresivo. Los ojos de Vance tarda