El aire en la cabaña era un campo de batalla invisible, un huracán de emociones reprimidas y tensiones que amenazaban con estallar en cualquier momento.
Nathaniel Vance, con el corazón latiendo desbocado en su pecho, se quedó paralizado. Ante él, de pie entre él y Ellis, estaba la mujer que había amado, la que creía muerta. La furia, el odio, la ira que había alimentado durante el viaje se disiparon, reemplazados por una conmoción tan profunda que lo dejó sin aliento.
Vance la observó, sus ojos recorriendo cada detalle de su figura. El rostro hermoso, cincelado por los años, pero con la misma frialdad que recordaba. Vio los pequeños cambios: la línea de la mandíbula más marcada, la mirada más dura, las pequeñas arrugas alrededor de sus ojos que hablaban de un dolor que él no había visto. Su cabello negro, sedoso y brillante, caía sobre sus hombros con una elegancia que le era familiar.
Y sus ojos… esos ojos verdes que una vez le robaron el aliento, ahora eran dos puntos de hielo, una