22. El Debut de una Princesa
Isidora permaneció de pie en el centro de la suite. El silencio de la Mansión Franzani era una burla cruel. Era un silencio caro, blindado, pero estaba saturado de la ausencia de Matteo.

Matteo se había ido.

Se había marchado con Lucía, tal como había prometido. Y la había dejado a ella, su supuesta prometida, sola, con la imagen de su cuerpo pegado a la pared de la boutique. Ella se tocó el lóbulo de la oreja, el lugar exacto donde él había susurrado su amenaza: «La próxima vez que te haga temblar, no te daré la opción de huir.»

Isidora sintió que la rabia se disolvía en una vergüenza corrosiva. El deseo era un invasor silencioso. Él no había necesitado besarla para ganarle la batalla. Solo había necesitado señalar lo obvio: que bajo la coraza del traje sastre gris, ella era carne que respondía al calor.

Caminó hasta el vestidor, ignorando las bolsas de compra que Matteo había ordenado. La ropa nueva, los veinte vestidos negros de alta costura, el joyero vacío que pronto recibiría las
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