Le seguía importando tres narices. Y prometiendo lo dicho, subió una mano hasta mi cara, dejándola completamente a mi disposición, y, por debajo, fue enterrando centímetro a centímetro su ardiente polla dentro de mi ano. Cuando entró la cabeza entera, no pude más y lo mordí. No con mucha fuerza, no buscando desgarrarlo, pero sí con la suficiente presión como para ahogar mis primeros gritos. Él no se inmutaba, parecía que se había preparado para eso. Y siguió haciendo presión hasta que la parte más gorda consiguió atravesarme.
—¡Aaaaaaaaahhhhhhhhh! —grité, vencida, totalmente sobrepasada por el dolor.
—¡Eh, Salomé! ¿Estás bien? ¡Salomé!
—¡Damián! —exclamé, con los ojos llenos de lágrimas, al escucharlo levantarse de la taza—