La mansión estaba en completo silencio. La mayoría de los empleados dormía, y Matteo ya llevaba horas en su habitación, abrazado a su peluche favorito. Isabella, sin embargo, no conciliaba el sueño. Llevaba semanas con una sospecha creciente que se anidaba como una espina en el pecho. Alessandro estaba distante, esquivo, y Enzo… siempre rondaba cerca.
Aquella noche, ya entrada la madrugada, Isabella salió de su habitación con paso sigiloso, envuelta en una bata de seda negra. Caminó por los pasillos oscuros, sus pies descalzos no hacían ruido sobre los pisos de mármol. El resplandor tenue bajo la puerta del despacho de Alessandro confirmó lo que su corazón ya temía.
Se acercó.
Contuvo el aliento.
Y apoyó la oreja en la madera.
Al principio no escuchó nada… pero luego, un jadeo. Un suspiro. Un gemido ahogado. Un crujido del sofá. Su sangre se heló. Cerró los ojos con fuerza. Quiso pensar que era una ilusión, pero algo dentro de ella la empujó a girar el pomo de la puerta lentamente.
La