04

La mansión donde se celebraba la gala parecía una joya arrancada del pasado, encajada a la fuerza en una Palermo moderna que ya no tenía tiempo para los rituales de lujo. Columnas de mármol, jardines simétricos, fuentes que cantaban sobre el murmullo de los invitados. Todo brillaba. Todo olía a perfume caro, a vino antiguo, a traición pulida con diamantes.

El auto negro se detuvo junto a la alfombra carmesí. Enzo bajó primero, vestido con un traje sobrio de diseñador, oscuro como la tinta y ajustado como una segunda piel. Su peinado era impecable, sus pasos, medidos. Pero sus ojos no dejaban de analizar. Todo.

Alessandro bajó después, con un aura casi imperial. Iba sin corbata, con la camisa abierta lo justo para marcar una diferencia. Su mirada era de acero bruñido. Cada paso suyo imponía respeto. O temor. A veces eran lo mismo.

—Recuerda, Rinaldi —dijo mientras avanzaban hacia la entrada principal—, esta no es una fiesta. Es una arena de leones con frac.

—¿Y yo qué soy?

—Mis ojos cuando no quiero mirar.

Enzo asintió, con el corazón latiéndole lento pero firme. Esa noche no era para distraerse.

El salón principal era un templo de excesos.

Lámparas de cristal que pesaban como pecados, música de cuerdas suaves y maliciosas, camareros deslizándose como espectros entre las mesas. Todos los hombres parecían salidos de una revista de modas, y las mujeres eran esculturas andantes, forjadas con bisturí y ambición.

Pero los verdaderos protagonistas estaban en los rincones. Sentados en sillones de terciopelo, entre cortinas cerradas, hablando en susurros con copas que nadie rellenaba. Jefes. Socios. Traficantes con piel de filántropos.

Alessandro los conocía a todos.

—¿Quién organiza esto? —susurró Enzo mientras caminaban.

—Francesco D’Amico. Dice que vende joyas. En realidad, vende hombres.

—¿Trata de personas?

—No. Políticos. Bancarios. Jueces. Él los arma… y luego los rompe.

Caminaban como si danzaran. La gente se apartaba, algunos sonreían, otros fingían no verlos.

Un hombre bajo, grueso, con un bigote ridículo, se acercó.

—¡Alessandro! Finalmente llegas.

—Francesco.

Se saludaron con un apretón de manos y una tensión que no engañaba a nadie.

—¿Y este joven?

—Mi nuevo asistente.

Francesco lo miró como si evaluara un trozo de carne.

—Muy guapo. Muy... atento, supongo.

Enzo sonrió, justo lo necesario.

—Tan atento que escuchará todo, pero no dirá nada —aclaró Alessandro.

Francesco soltó una risita seca y los guió hacia una mesa.

Los minutos pasaron como cuchillas suaves. Conversaciones sobre importaciones, exportaciones, precios de mercado que nada tenían que ver con lo legal. Enzo no hablaba, pero su oído era un bisturí. Anotaba nombres mentales. Identificaba códigos. Aprendía el lenguaje de los monstruos.

Alessandro se mantenía firme, erguido, bebiendo lentamente de su copa. Pero su atención no estaba allí. No completamente.

—El ruso no ha venido —dijo en voz baja.

—¿Cuál?

—Iván. Se suponía que lo vería aquí. Si no vino, es porque ya no quiere jugar conmigo.

—¿Y eso es un problema?

—Eso es una amenaza vestida de ausencia.

Enzo asintió.

—¿Qué hacemos?

—Esperamos. Y bailamos.

—¿Bailamos?

—Metafóricamente, Rinaldi. Aún.

Más tarde, mientras la música cambiaba y algunos invitados abandonaban la compostura por el alcohol y la cocaína, un camarero se acercó a Alessandro con una nota.

Era breve.

"Los lobos también visten trajes. Mira al sur. Tienen hambre."

Alessandro arrugó el papel sin pestañear. Luego miró a Enzo.

—Cambio de planes. Voy a desaparecer cinco minutos. Necesito que hables con el hombre del piano. Pregunta por la caja de terciopelo azul. Si se niega, menciona a Iván.

—¿Y si pregunta quién soy?

—Mi silencio con cara bonita.

Enzo no dudó. Caminó hacia el piano, donde un músico tocaba una melodía dulce con dedos tensos. A su lado, un hombre calvo, delgado, fumaba un puro.

—Buenas noches —dijo Enzo—. Me envía el señor Moretti. Necesita... la caja azul.

El hombre lo miró de reojo.

—¿Y tú quién eres?

—El hombre que dice el nombre de Iván si no cooperas.

Una pausa. Luego, el hombre sonrió con una mueca torcida y asintió.

—Sígueme.

Minutos después, en uno de los baños de mármol, Enzo encontró a Alessandro lavándose las manos.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Perfecto. El ruso no vino, pero envió su mensaje. Tiene miedo. Y eso... —se miró en el espejo— ...es el comienzo de su caída.

—¿Y la caja?

—Contiene fotografías. Suficientes para destruir una banca suiza y tres candidatos al Senado.

Enzo se quedó en silencio. Alessandro lo observó en el reflejo.

—¿Alguna vez pensaste que estarías aquí?

—No exactamente así. Pero siempre supe que el mundo se dividía entre los que obedecen… y los que mandan.

—¿Y tú?

—Todavía estoy eligiendo.

Alessandro sonrió. Por primera vez, de verdad.

—No tardes mucho. Quien duda demasiado... termina obedeciendo para siempre.

Y salieron del baño como si no hubieran hablado de nada importante. Como si no tuvieran sangre en las manos. Como si no acabaran de firmar, en silencio, un pacto oscuro.

Esa noche, al regresar a la mansión, Enzo no durmió.

Ni por miedo.

Ni por culpa.

Sino porque por primera vez en años... sentía que estaba exactamente donde debía estar.

Donde el mundo era cruel, sí. Pero también… verdadero.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP