El rugido del motor se mezclaba con el retumbar de los helicópteros que cortaban el cielo nocturno. El vehículo avanzaba a toda velocidad por un camino secundario, cubierto de polvo y sombras que parecían tragarlo en cada curva. Dentro del camión, el ambiente era sofocante, cargado aún con el olor a pólvora y metal quemado que traían impregnados en la ropa.
Riso permanecía sentado en el asiento trasero, con los brazos extendidos a los lados y los ojos fijos en la oscuridad más allá de la ventanilla cubierta. Su respiración había comenzado a calmarse, pero cada tanto un destello de furia brillaba en su mirada, como si su mente no pudiera abandonar el eco de los disparos y los gritos.
Carlo, al volante, mantenía la mandíbula tensa. Sus manos firmes se aferraban al timón mientras esquivaba baches y aceleraba sin compasión. De vez en cuando, miraba por el retrovisor para asegurarse de que Riso seguía allí, completo, respirando.
—Lo logramos —dijo Carlo finalmente, rompiendo el silencio co