La mansión entera parecía un campo de guerra después de la primera embestida. El eco de los disparos aún resonaba en los pasillos, mezclado con el humo que se filtraba desde las ventanas rotas. Los candelabros vibraban con cada explosión lejana, y las paredes blancas ahora estaban manchadas de rojo y grietas de plomo. Aquello ya no era un hogar, sino una tumba a punto de sellarse para quien aún se atreviera a resistir.
James avanzaba en silencio, con la pistola en mano y los ojos clavados al frente. Su rostro, endurecido por los años y la violencia, no mostraba un ápice de duda. Caminaba como un depredador que conoce cada rincón de su territorio, aunque esa mansión perteneciera a Moretti. A su lado, Sean seguía el mismo ritmo, con la mandíbula apretada y la mirada fija, vigilando cada esquina. Ambos sabían que Riso aún estaba allí, respirando, escondido como una rata herida. Y para ellos, eso era inaceptable.
Detrás de ellos, un grupo reducido de hombres los seguía, cargando armas la