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El archivo tardó cuatro minutos en abrir.
Cuatro minutos en los que nadie dijo una sola palabra.
La USB de Eva contenía no solo nombres, sino una estructura entera: fechas, rutas, identidades falsas, grabaciones de voz, ubicaciones de cargamentos, transferencias cifradas y hasta fotografías de políticos abrazando a capos con sonrisas de cóctel.
Valentina no parpadeaba.
Tomás sostenía la frente con ambas manos.
Sebastián fumaba, algo que no hacía desde hacía meses.
Eva los observaba, paciente, como si supiera que todo lo que estaban viendo apenas era el principio.
—¿Esto lo armaste tú sola? —preguntó Tomás finalmente, incrédulo.
—Con ayuda de gente que está muerta —respondió Eva sin titubear—. Y otros que quieren desaparecer, pero aún no tienen permiso para dejar el juego.
Valentina navegó hasta un nombre que la hizo fruncir el ceño.
—¿Él? ¿Esteban Ríos también es parte del sistema?
Eva asintió.
—Fue un peón útil. Cuando dejó de serlo, lo entregaron. Como hacen con todos. Como har