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Capítulo 7: Ecos del Ayer

La tarde cayó sobre la ciudad como una manta pesada y gris. Valentina encontró a Tomás en el parque donde solían jugar de niños, en el extremo sur de la ciudad, lejos de los edificios brillantes y las oficinas llenas de mentiras. Él estaba sentado en un banco desvencijado, fumando un cigarro barato, como si el tiempo no hubiera pasado.

Por un momento, Valentina lo vio como antes.

El hermano mayor que la defendía de todo, el que la empujaba a correr más rápido, a saltar más alto, a no dejarse vencer.

Pero el presente no tardó en estrellarse contra sus recuerdos.

—¿Por qué reactivaron la cuenta de mamá? —fue lo primero que dijo, sin rodeos.

Tomás exhaló el humo con resignación.

—Porque el dinero sucio siempre encuentra la manera de volver a casa.

Valentina apretó los puños.

—Esa cuenta estaba cerrada desde que ella murió. Solo tú y yo sabíamos que existía.

Tomás la miró con cansancio.

—No fui yo quien la reactivó. Fue alguien que sabía lo suficiente sobre nuestra familia para usarla como fachada. Reyes... o alguien más grande que él.

Valentina sintió un nudo en el estómago. Cada vez estaba más claro que Sebastián no era el único monstruo en el tablero. Quizá ni siquiera el peor.

Tomás apagó el cigarro y desvió la mirada hacia un grupo de niños que jugaba a la pelota.

—¿Recuerdas cuando veníamos aquí después de la escuela? —dijo, más suave—. Me pedías que te enseñara a pelear porque decías que los niños no dejaban jugar a las niñas.

Valentina no pudo evitar sonreír, aunque el dolor se filtraba entre sus labios.

—Me diste el primer golpe en la cara para que aprendiera a resistir. Papá casi te mata.

Tomás rió, brevemente, con nostalgia.

—Pero no volviste a llorar por nadie después de eso.

El silencio se hizo cómodo por un instante. Como si por un momento, el tiempo les devolviera la infancia robada.

—¿Por qué te fuiste, Tomás? —preguntó ella, finalmente, con la voz quebrada.

Él bajó la mirada, el peso de los años cayendo sobre sus hombros.

—Porque metí las manos donde no debía. Quise proteger lo que quedaba de nuestra familia. Me ofrecieron un trato: desaparecer o arrastrarte conmigo. Elegí desaparecer.

—¿Quién te lo ofreció?

Tomás la miró, serio.

—Un tipo que no aparece en los periódicos, ni en los contratos millonarios. Reyes es solo una pieza más. El verdadero jefe mueve los hilos desde las sombras. A Sebastián lo tienen tan atrapado como a mí.

Valentina tragó saliva. Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar… y el cuadro que formaban era aterrador.

—¿Tienes pruebas? —preguntó.

Tomás negó con la cabeza.

—No todavía. Pero sé dónde encontrarlas.

Se inclinó hacia ella, con urgencia.

—Necesito que confíes en mí, Val. Solo juntos podemos sacar esto a la luz sin morir en el intento.

Ella dudó. La herida de su traición aún sangraba. Pero el miedo a perderlo otra vez pesaba más que el rencor.

Asintió lentamente.

—Una sola mentira más, Tomás, y no vuelvas a buscarme.

Él sonrió con tristeza.

—Eso ya lo aprendí la primera vez.

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Cuando se levantaron del banco, la tarde había dado paso a una noche espesa.

Tomás la guió por calles que Valentina no recordaba. Calles llenas de rostros sin nombre y puertas cerradas con candados oxidados.

Finalmente, llegaron a un edificio abandonado. Allí, según Tomás, se encontraba un disco duro con información que podía hundir a la red criminal.

Pero Valentina no podía evitar sentir que detrás de aquella puerta... los fantasmas del pasado los esperaban para cobrarse lo que aún debían.

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