El edificio abandonado se alzaba como un monstruo dormido en medio de la ciudad. Sus paredes, cubiertas de grafitis y humedad, parecían susurrar secretos olvidados por el tiempo. Valentina miró la fachada desconfiada. No le gustaban las ruinas. Siempre escondían más que polvo y ratas.
Tomás caminó hasta la reja oxidada y forzó la cerradura con una ganzúa improvisada.
—¿Siempre has sido tan ilegal? —preguntó ella, cruzándose de brazos.
—No se sobrevive en este mundo siguiendo las reglas, Val —contestó, forzando la puerta hasta que un chirrido espeluznante rompió el silencio.
Iban a entrar cuando un ruido los detuvo.
Leve. Apenas perceptible.
Como un susurro arrastrado por el viento.
Como un paso más allá de la esquina.
Valentina giró lentamente, el instinto poniéndola en alerta.
No vieron a nadie. Pero el aire había cambiado.
Había alguien allí. Mirándolos.
—No estamos solos —susurró ella.
Tomás se tensó. Su mirada recorrió los techos, los callejones, las ventanas oscuras del edificio