Sebastián no era idiota.
Sabía que estaba perdiendo el control.
Lo sentía en las noches, cuando el whisky no sabía a nada, y en las mañanas, cuando el silencio del teléfono lo golpeaba como una burla.
Desde aquella reunión con el comité, no había vuelto a dormir bien.
Valentina lo había ignorado con una elegancia quirúrgica, dejándolo expuesto frente a sus socios.
La forma en que lo miró —o más bien, en que no lo miró— había calado hondo.
Intentaba convencerse de que no le importaba.
Que solo le dolía el orgullo. Que era una cuestión de territorio.
Pero cada vez que cerraba los ojos, se repetía su voz:
*"Tú eres el que me está viendo distinto."*
Y maldita sea… tenía razón.
Pasó tres días sin buscarla.
Tres.
Exactamente setenta y dos horas fingiendo que ella no se le había metido en la piel.
Al cuarto día, no aguantó más.
Usó la excusa más barata de todas: un documento, un supuesto error legal en un contrato.
Ordenó a Santiago que la citara en la sala de