El frío de la madrugada se filtraba por las ventanas de la celda especial donde Isabel Montenegro esperaba su traslado para una nueva ronda de interrogatorios. No era una cárcel común, pero tampoco el lugar de lujo al que alguna vez estaba acostumbrada. Desde la Fiscalía, su mundo se encogía más cada hora.
Ya no llegaban las llamadas de respaldo. Los teléfonos que antes vibraban con ofertas de ayuda, favores y promesas de protección ahora permanecían en silencio. Los pocos infiltrados que le quedaban eran apenas sombras, intentando pasar inadvertidos para no caer también. La purga interna había comenzado, y cada captura de un contacto suyo era un golpe directo a su respiración.
A varios kilómetros de distancia, Valentina, Sebastián y Tomás seguían en la sala de operaciones improvisada. El ambiente estaba cargado de tensión, pero también de una calma peligrosa, la que precede al último asalto. Las pantallas frente a ellos mostraban los avances de la operación: las cuentas bancarias de