"No se necesita un arma para iniciar una revolución. Basta con un pueblo que deje de temer."
Los primeros días después de la publicación del Expediente Montenegro fueron de vértigo, silencio y llanto. Como si el país entero estuviera de duelo. No por una muerte, sino por todas las vidas que habían sido saqueadas sin siquiera notarlo.
Pero luego vino la ira lúcida.
Esa que no destruye por impulso, sino que construye desde la herida.
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En Bogotá, la Plaza de Bolívar amaneció tapizada con miles de hojas impresas: fotocopias de páginas del expediente. Las pegaban estudiantes, madres con bebés en coche, artistas callejeros y hasta viejos jubilados.
Nadie decía mucho. Solo pegaban. Como si quisieran tatuar al país con su propia verdad.
En uno de los muros, alguien escribió en aerosol:
“Esto no se borra.”
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En Medellín, un grupo de jóvenes organizó el primer círculo de lectura pública. Se sentaron en el Parque de los Deseos con micrófonos y altavoces, leyendo en voz alta cada página del expe