Isabel Montenegro estaba sentada frente a una chimenea encendida, aunque no sentía frío. En su mano izquierda sostenía un whisky que ya no sabía a nada. En la derecha, su teléfono vibraba sin cesar, pero no respondía. Ya había escuchado suficiente.
Desde hacía más de una hora circulaban clips en redes sociales, declaraciones ambiguas del presidente deslindándose de toda conexión con ella. Un vocero lo había dicho con claridad: *“La señora Montenegro no representa ni ha representado los intereses de esta administración.”*
Una mentira elegante.
Una puñalada pública.
Isabel esbozó una sonrisa amarga. “Cobarde”, murmuró. Sabía que esto podía pasar, pero no tan pronto. Pensó que le quedaba algo de control. Que el presidente al menos tendría la decencia de hablarle antes de lanzarla a los lobos. Se equivocó.
—¿Está lista la línea directa con Córdoba? —preguntó al asistente que entró temblando a la sala.
—Sí, señora. Todo está encriptado. Nadie podrá rastrearlo.
—Bien —dijo con voz seca—. Di