Isabel Duarte caminaba de un lado a otro de la sala principal de su escondite.
Había sido un templo de poder, y ahora no era más que una jaula dorada.
Las llamadas no se respondían.
Los teléfonos de sus abogados, de sus jueces, de sus comandantes…
Todos apagados.
Su mirada se endureció.
Sabía lo que eso significaba: no era cobardía. Era traición.
Marcó un último número.
—Necesito que me saques del país —ordenó al piloto que por años la había llevado en vuelos privados sin registro.
—Lo siento, señora… no puedo —dijo él—. Recibí advertencias. Si la ayudo, me muero yo también.
—¿Y desde cuándo tienes miedo de morir?
—Desde que escuché los nombres que están cayendo. Están soltando todo, señora. Todo.
Click.
Corte de llamada.
Isabel apretó los puños.
El imperio que tanto había cuidado se desmoronaba como papel mojado.
Pero no iba a caer sin pelear.
---
En una bodega remodelada como centro de comando, Valentina, Tomás, Sebastián y Eva trazaban los últi