La lluvia seguía cayendo cuando Valentina y Tomás llegaron al barrio San Miguel, un rincón olvidado de la ciudad donde aún quedaban personas con alma. El viejo edificio de la comisaría distrital parecía fuera de lugar entre tanta decadencia. Allí trabajaba Julián Méndez, el único policía en quien Valentina aún confiaba.
—¿Crees que nos ayudará? —preguntó Tomás, inquieto.
Valentina asintió, aunque el miedo aún le pesaba en la garganta.
—Era el mejor amigo de mamá. Me cuidó cuando ella murió. Si hay alguien que puede ayudarnos, es él.
Subieron las escaleras oxidadas hasta la oficina del segundo piso. Cuando golpearon la puerta, la voz grave y cálida de Julián respondió:
—Está abierta.
Al entrar, el tiempo pareció retroceder.
Julián Méndez, de cabello canoso, barba de varios días y ojos cansados, se levantó de su escritorio con una sonrisa sincera.
—¡Valentina Duarte! —exclamó, abriendo los brazos—. Cada vez te pareces más a tu madre.
Valentina no pudo evitar sonreír, aunque el momento f