Isabel no dormía. Desde el salón de mármol de su mansión en los cerros de Suba, con las luces apagadas y el vino intacto, miraba en silencio la pantalla del televisor. La transmisión especial aún resonaba en los portales digitales: el presidente, con voz temblorosa, había condenado los actos de corrupción ligados a “empresarios sin escrúpulos”. Nunca mencionó su nombre, pero no hacía falta.
—Cobarde… —susurró, con una sonrisa torcida.
La traición era un lenguaje que Isabel hablaba con fluidez, pero no lo toleraba de vuelta. Su teléfono vibró una vez. Luego otra. Luego cinco veces seguidas. Los aliados comenzaban a temer. Algunos incluso a desertar. Otros pedían garantías. El tejido fino de su red de poder comenzaba a deshilacharse.
—Conéctalos a todos —ordenó.
Su nuevo asistente, un joven sin rostro conocido, activó la videollamada múltiple. En la pantalla aparecieron cinco rostros: dos senadores, un magistrado, una directora de licitaciones y el gerente de un canal de televisión. Tod