El dolor era lo primero que sentía al despertar. No el dolor agudo de una herida, sino un dolor sordo y constante que se había instalado en mi garganta, un fuego que ardía con cada respiro. Había pasado días, o tal vez horas, no lo sabía, gritando. Gritando hasta que mi voz se había roto, hasta que mis cuerdas vocales se habían convertido en un amasijo de dolor. Grité su nombre. Grité el nombre de Dumas. Grité el nombre de Layla. Grité por ayuda. Grité por piedad. Pero el sótano en el que estaba encerrada era una tumba, y el eco de mis gritos era el único sonido que me acompañaba, un recordatorio de mi desesperación y de mi impotencia. El dolor en mis muñecas, el dolor en mis pies, el dolor en mi alma. Me sentía como si estuviera en una película, una película de terror de la que no podía despertar.
Mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra, una oscuridad perpetua que solo se rompía cuando la puerta, de una pesadez abrumadora, se abría. La luz de una bombilla colgante, la única fue