Mi mente estaba en blanco, un vacío total. Mis labios se negaban a formar palabras mientras miraba a Theodore, su rostro lleno de una curiosidad genuina que contrastaba con la tormenta que acababa de pasar. Me sentía como si me hubieran arrojado a un estanque de agua helada, el shock recorriendo cada fibra de mi cuerpo. La silla de Dumas, todavía caliente, parecía una presencia fantasmal a mi lado.
—Aina, ¿qué pasó? ¿Te sientes bien? Pareces… como si hubieras visto un fantasma—preguntó Theo, su voz bajando a un tono más suave, su sonrisa desvaneciéndose.
Me obligué a tragar saliva. El sabor del café en mi boca se sentía amargo. No podía decirle la verdad, no podía explicarle que su hermano, el hombre que me había contratado para trabajar en su empresa, acababa de susurrarme al oído, con un tono lleno de lujuria, una referencia a nuestra noche juntos. No podía decirle que su toque, que se sentía como una marca, me había dejado sin aliento, que mi piel deseaba sentir nuevamente el conta