La noche se sentía diferente. Después de la tensión de la tarde, el aire entre Dumas y yo se había disipado, reemplazado por una calma silenciosa y una comprensión mutua. La lluvia había cesado, dejando las calles de la ciudad relucientes bajo las luces de neón.
Cuando salimos de la oficina, Dumas me tomó de la mano, con una suavidad que me hizo sentir que mi corazón estaba a salvo con él. El simple gesto de su tacto, el calor de su palma contra la mía, era un recordatorio de todo lo que habíamos superado. A cada paso que dábamos, sentía cómo la ansiedad se evaporaba, como si la noche nos purificara. No hablamos mucho en el camino a su apartamento, no era necesario. El silencio era un lenguaje propio, lleno de significados y de un sentimiento que no necesitaba palabras para ser entendido. Me sentía segura a su lado, tan anclada a su presencia que el recuerdo de Lucas y Fabiana se sentía lejano, como un eco de otro tiempo.
Llegamos a su edificio, y al entrar, la atmósfera cambió. El ai