El aire se cortó con su presencia. Lucas. El fantasma de mi pasado, la razón de mis peores pesadillas, parado en el umbral de mi santuario. Mi cuerpo se puso rígido al instante, mis manos se bajaron de las de Dumas, rompiendo el hechizo que nos rodeaba. Dumas, con una rapidez sorprendente, se alejó un paso, su expresión de calidez y cercanía fue reemplazada por una de alerta. Mis ojos, que segundos antes habían estado fijos en los de Dumas, ahora estaban clavados en la figura de Lucas, su mandíbula apretada, sus ojos oscuros llenos de una furia familiar y peligrosa, mi corazón comenzó a latir tan fuerte que por un momento me preocupe que todos pudieran escucharlo.
—Aina, ¿qué está pasando aquí? ¿Quién es él?— Su voz era grave, su tono posesivo. Era el mismo tono que había usado durante el tiempo que estuvimos juntos. Me hizo retroceder, el impulso de esconderme detrás de Dumas fue instantáneo.
—Lucas, esto no es asunto tuyo— dije, mi voz más firme de lo que esperaba. Mi cuerpo, sin embargo, temblaba. —No somos nada desde hace tres años. Y, por favor, deja de venir a mi tienda. No tienes nada que hacer aquí— Una risa amarga y sin humor escapó de sus labios.
—¿Que no tengo nada que hacer aquí? ¿Qué no tengo nada que hacer aquí? — repitió, su voz elevándose con cada pregunta. —¡Yo puse dinero para que esta tienda existiera! ¿Olvidaste que yo también la financié, Aina? ¡No seas una malagradecida! Tengo todo el derecho de venir cuantas veces me dé la gana.
Sus palabras me golpearon como cuchillos. Él había puesto dinero, sí, pero fue un préstamo que yo había pagado, cada centavo, con sangre, sudor y lágrimas. Las deudas que había contraído con él eran lo que me habían llevado a este callejón sin salida financiera en primer lugar, él quiso ayudarme, o eso creí, para cuando nos habíamos separado, él decidió que ya no era una ayuda, sino un prestamo y amenazo con demandarme si no le devolvió su dinero.
—Deberíamos calmarnos un poco— La voz tranquila y firme de Dumas llenó el espacio, una calma peligrosa que solo lo enfureció más.
—¿Y tú quién demonios eres para meterte en lo que no te han llamado?— Lucas se aproximó a Dumas, su mirada desafiante y llena de una ira que no le cabía en el cuerpo.
—Lucas, ¡vete ahora mismo!— Le dije en voz alta, asustada de que pudiese hacerle algo a Dumas, no quiero ser la causante de que Lucas agreda a alguien más. Pero él no me escuchó. Su mirada estaba fija en Dumas, en el hombre que representaba todo lo que él no era: madurez, elegancia, y una seguridad que a Lucas le faltaba por completo. Lucas se lanzó hacia mí, la furia en sus ojos, sus manos apretadas en los puños. Retrocedí, mis pies se arrastraron por el piso, buscando desesperadamente una forma de huir, de desaparecer. Sus ojos se oscurecieron y me sentí como un ratón en la jaula de un león.
El mundo se hizo borroso, y la realidad se desvaneció, arrastrándome a un lugar oscuro que había enterrado profundamente en mi memoria.
La tela de seda color esmeralda se me resbaló de las manos, el hilo se enredó en el volante de mi máquina y con un fuerte tirón, el hilo se rompió. Mi corazón se hundió en mi estómago al ver una mancha de aceite en la tela. Era una camisa que le estaba haciendo a Lucas. Su camisa favorita.
—Aina, ¿qué demonios hiciste?— su voz era grave, y una sombra de furia cruzó sus ojos.
—Lucas, lo siento, fue un accidente… yo…—tartamudee, mis manos temblando. No me dejó terminar la frase. El golpe me llegó de repente, mi cara se giró a un lado, y sentí el impacto de su puño en mi mejilla. El dolor me hizo gemir, mi cabeza chocó contra la máquina de coser, y el mundo giró.
—¡Eres una inútil! ¿Acaso no puedes hacer nada bien?— me gritó, su voz llena de ira. Me caí al piso, mis ojos llenos de lágrimas, y por primera vez en mi vida, me sentí verdaderamente sola. Él, el hombre que me había prometido amor eterno, que me decía que me admiraba, me había golpeado. El hombre que me había dicho que mi trabajo era lo más increíble que había visto. Era una mentira. Todo era una mentira.
El recuerdo me golpeó con la fuerza de un tsunami, y mi cuerpo se desplomó al instante. Me caí hacia atrás, mis rodillas golpearon el piso con un ruido sordo, y una mano fuerte me sostuvo antes de que pudiera estrellarme contra una de las mesas de corte. Sentí el olor de su perfume, amaderado y fresco. Dumas. Él me sostuvo, impidiendo que me desplomara por completo. Mi cuerpo estaba temblando incontrolablemente, sentí como todo el calor de mi cuerpo era reemplazado por un frío que me paralizó.
Lucas se había detenido en seco, su rostro pálido y sus ojos de sorpresa, su furia se había desvanecido. —¿Aina? Yo… yo no…— tartamudeó.
—¡Lárgate!—La voz de Dumas era fría y dura. No había rastro de calidez, solo una ira controlada y peligrosa. Sus ojos estaban fijos en Lucas, y su mano se apretó en el brazo de Lucas. Lucas se estremeció al contacto, sus ojos estaban en los de Dumas. Dumas me miró un segundo, una preocupación sin límites en su mirada, y luego su atención volvió a Lucas. Lucas no dijo nada. Se alejó a regañadientes, sacudiendo su brazo para liberarse del agarre de Dumas. Un último destello de ira cruzó sus ojos antes de que se diera la vuelta y saliera del taller, la campana de la puerta sonando un último adiós malvado.
Dumas se puso de rodillas frente a mí, su mano en mi mejilla, sus ojos escudriñando los míos.
—Aina, ¿estás bien?— Su voz era suave, casi un susurro. La preocupación en sus ojos era real, palpable. Mi cuerpo seguía temblando, y solo pude negar con la cabeza, estaba hiperventilando, buscando como calmarme.
—Sí, yo…yo…— murmuré, mi pecho dolía por el dolor que había enterrado por tanto tiempo, puse una mano en mi corazón, como si de algo sirviera, lo unico que podria calmar esto sería un baño con agua caliente.
—¿Él siempre viene aquí a hacer estas escenas? — me preguntó, su mirada no me abandonaba.
Asentí con la cabeza, era todo lo que podía hacer. Me sentía tan pequeña, tan indefensa, como la chica que se había caído en el piso, hace tres años, que tenía el corazón hecho pedazos.
—Aina, Layla me habló de tu taller, pero lo que no me dijo era que necesitabas un socio. Te ofrezco que seas una de mis empleadas, quiero ayudarte con tus facturas, quiero que tu talento sea visto por todo el mundo— Su voz era un bálsamo para mi alma.
Mis ojos lo miraron con incredulidad, mis lágrimas se detuvieron, y una nueva sensación, la de esperanza, empezó a crecer en mi pecho.
—¿Por qué?— pregunté, con la voz ronca.
—Porque te lo mereces— dijo, su mirada era intensa. —Te lo mereces todo, y yo puedo dártelo. Déjame ayudarte, Aina. Confía en mí, por favor—Miré a mi alrededor, a mi taller, mi santuario. Mi corazón se llenó de una valentía que no sabía que tenía, me levanté de mi rodillas con ayuda de Dumas.
Mi mente estaba dividida, el miedo al fracaso, a la traición, a ser pisoteada de nuevo; y por otro lado, la esperanza que me brindaba Dumas. Miré a Dumas, su mano extendida. Mi decisión estaba tomada.